Mi primera noción de la magia del dos de febrero se la debo al libro Un son que canta en el río, en el que Roberto Blanco Moheno relata magistralmente la historia del conflicto entre Alvarado y Tlacotalpan, y cómo éste se desdobla en los encuentros y desencuentros de Santo y Virgen, el dos de febrero, sobre el río Papaloapan. Después, adicta que soy a la música veracruzana, tuve el privilegio de visitar ese sitio maravilloso, que parece escapado de una narración del realismo mágico, Tlacotalpan, donde disfruté de sones y jaraneros, escuché arpas rasgadas por los ángeles y me estremeció el zapatear de la gente de la cuenca, cantadora y alegre, infinita. Desde luego, la comida correspondía a la maravilla.

Fue así que alguna vez tuve oportunidad de participar en la procesión que se realiza sobre el río Papaloapan, en la que pescadores y lanchas acompañan a la Virgen de la Candelaria, en su navegar por ese río inmenso, torrencial, que nos recuerda qué potencia de la naturaleza es México. Allí, entre cantos religiosos y sones veracruzanos, soñé con una virgen alegre, de sonoras carcajadas, generosa, que proveía la pesca abundante que premiaba el esfuerzo de esos hombres rudos, de torsos de cobre encendido, perfectos, cuenqueños que se arriesgaban entre el río y el mar para recoger la pesca milagrosa, que es uno de los regalos oceánicos al ser humano. Cuando volvían con su barca a la costa y al embarcadero. Porque en el mundo de los pescadores y de los marineros, muchas veces no hay regreso.

Años después, en Salvador de Bahía, Brasil, un dos de febrero, me embarqué para acompañar a pescadores y marineros en el homenaje a Jemanjá, deidad del culto yoruba que los esclavos trasladaron de África, y que ocupa un papel central en las religiones afroamericanas de la costa Atlántica del continente. Allí, en medio del mar encrespado, escuchando cánticos en esa lengua bahiana con palabras antiguas trasladadas en barcos negreros, entre la cadencia de olas y retumbar de tambores, recordé a Tlacotalpan, y pensé sobre cuántas cosas nos unen, en esa historia común que tiene América Latina, y que sólo los ciegos se empeñan en negarla. Jemanjá está sincretizada en Brasil con Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción. En Cuba con la Virgen de Regla, y en Tlacotalpan, aunque los veracruzanos lo desconozcan, con la Virgen de la Candelaria.

Mucho nos ha costado reconocer nuestra tercera raíz. Y darle su lugar al tronco negro que existe en la conformación de amplias regiones de Veracruz, Guerrero, Oaxaca. Si debemos reconocernos en toda nuestra diversidad, la presencia negra y su aportación a nuestro ser mexicano es esencial. Sí, aquellos héroes anónimos que lograron sobrevivir a travesías infernales, que no fueron tragados por el océano —gracias a Jemanjá, y a la calma de Lansã— que soportaron azotes y cepos, que trabajaron de sol a sol, y sobrevivieron, enriquecen el mestizaje mexicano y nos aportan fuerza, alegría, musicalidad. Como dice una canción bahiana-brasileña:

“Dia 2 de fevereiro, dia de festa no mar. Eu quero ser o primeiro, em cantar a Jemanjá”.

Política, diplomática

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