El jueves pasado, Día de la Madre, marchas dolientes ocuparon las principales avenidas de la Ciudad de México, Guadalajara, Morelia, Ciudad Juárez... Manifestación pública del duelo que atraviesa al país: madres que nunca encontrarán alivio porque no hay dolor más grande que el de perder a un hijo, a lo que se agrega la rabia civil porque sus autoridades, lo mismo alcaldes que gobernadores, responsables de darles seguridad, se han desentendido o, peor aún, se han convertido en cómplices de los criminales.

Las madres, hermanas y abuelas de los desaparecidos portaban retratos de sus deudos y mantas y cartulinas con la leyenda: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”. En nuestro país suman decenas de miles los muchachos y adultos que en los años recientes han sido levantados por los criminales; en muchos casos, por policías estatales o municipales al servicio de la delincuencia.

En La fiesta de las balas, Martín Luis Guzmán registra un episodio demencial: un Rodolfo Fierro —verdugo al servicio de Pancho Villa— cazando prisioneros inermes que intentan, inútilmente, escapar a las balas del “revolucionario”. Escalofriante, sin duda. Pero ese arrebato criminal resulta nimio ante lo que hoy se conoce: no sólo asesinar sino someter a sus víctimas a torturas indecibles. Lo que ocurre a diario en distintos rincones del país exhibe una descomposición brutal: descabezados, desmembrados, cuerpos disueltos en ácido… Vivimos una epidemia de maldad y sadismo. “El infierno está aquí”, le dice el Cochiloco al Benny en la película de Luis Estrada. Pero la realidad supera a la ficción.

¿Qué hay detrás de estos crímenes? ¿En qué medida esa bestialidad tiene que ver con los desarreglos sociales que ha experimentado el país, por varias décadas, ante la falta de oportunidades: desempleo y precariedad laboral, tejido social desarticulado, familias rotas, padres y madres ausentes, deserción escolar de los más vulnerables, jóvenes que sólo encuentran identidad y sentido de pertenencia en pandillas desalmadas...?

Han transcurrido más de diez años desde que el presidente Felipe Calderón ordenó un despliegue mayor de las Fuerzas Armadas para contener el avance de las bandas criminales en un contexto de descomposición de las corporaciones policiales en Michoacán. La decisión ha sido censurada desde distintos frentes. Para algunos se trató de una medida que buscaba recuperar la “legitimidad” que le habría sido negada en las urnas. Es decir, de una operación política que no respondía a una situación de “verdadera” urgencia y, para colmo, ejecutada sin un diagnóstico riguroso del escenario. De ahí se desprende la imagen, caricaturesca, de un presidente en apuros “golpeando el avispero” sin medir las consecuencias; como si la verdadera opción hubiera sido no hacer nada y permitir que los narcos se apropiaran de más y más territorios.

La realidad era y es muy distinta. Para empezar, la mayoría de los gobernadores desestimaron la gravedad de la situación e, incluso, en algunos casos, se coludieron con las bandas criminales: aceptaron su financiamiento en las campañas y, a cambio, les entregaron posiciones clave y el derecho a decidir quién vive y quién muere en esos territorios.

No es extraño, en tales condiciones que el deterioro de las instituciones policiales y de procuración y administración de justicia se haya profundizado en los años recientes. Hoy tenemos casos de gobernadores narcos, procuradores narcos, comandantes narcos y mandos policiales narcos. ¿Qué falta para convertirnos en un narco-Estado?

Durante más de cinco años, en la gestión de Miguel Osorio Chong, la Secretaría de Gobernación optó por simular y dorarle la píldora tanto a la opinión pública como al mismo Presidente de la República. Las prioridades del secretario eran otras y prefirió no utilizar los formidables recursos políticos, jurídicos y policiales a su disposición para inducir el recto comportamiento de los gobernadores (comenzando por los priístas).

El resultado es un desastre, muestra cabal de un sexenio fallido. La descomposición alcanza niveles inauditos y ninguno de quienes aspiran a gobernar al país ofrece un análisis preciso sobre la magnitud del problema; y, menos aún, una estrategia que parezca eficaz para revertir esta situación. No hacen más que repetir lugares comunes, reciclar políticas gastadas y dar “palos de ciego”. ¿Alguno entenderá que el desafío reclama una respuesta sistémica que abarque, sin exclusión, todos los eslabones institucionales y sociales?

Presidente de Grupo Consultor
Interdisciplinario. @alfonsozarate

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