En algún momento de Mid90s -la cinta con la que el actor Jonah Hill debuta como director- una chica adolescente le dice a Sunburn (apodo de Stevie, un niño de trece años, protagonista de esta historia) que está justo en la edad en la que los niños “se convierten en unos cretinos”.

La frase describe perfectamente las intenciones de la cinta: un memorioso viaje de nostalgia donde el director -basado en sus propios recuerdos, aunque sin hacer de esto una autobiografía- se proyecta en Stevie (impresionante Sunny Suljic) un niño que comienza su adolescencia en plena década de los 90’s con la firme intención de aprender a andar en patineta y caerle bien a los chicos cool de su barrio.

Así, a punta de trancazos, el pequeño e inocente Stevie se convertirá en Sunburn, el apodo que sus nuevos compañeros le dan luego de irse ganando su lugar como uno más de la banda, compuesta por adolescentes skaters malhablados, que le enseñarán todo aquello que sus papás no quisieran que aprendiera nunca: a fumar, a maldecir, a huir de la policía y a tener sexo. Le enseñarán, pues, a vivir.

Con todo, Sunburn no deja nunca de ser Stevie, un niño que no pierde la inocencia, que no entiende que es un “nigger”, y que tampoco comprende por qué es “de maricas” decir “gracias” cada que alguien es amable con él.

Se trata de un coming of age muy convencional en el que no obstante Jonah Hill logra que veamos el mundo de la calle con la misma fascinación que el pequeño Sunburn. Es claro, pues, que Hill sabe de lo que habla, y ha vivido lo que habla: un pasaje ritual con música de Morrissey, los Pixies, y Nirvana, con referencias machacantes pero ineludibles a objetos que marcaron la época (el Super Nintendo, Las Tortugas Ninja, el Blockbuster) y que pone al filme siempre al borde del cliché de la nostalgia.

Como suele suceder cada que un actor salta a la silla de director, lo mejor de Mid90s es la dirección de actores, donde indiscutiblemente destaca Sunny Suljic como el inocente pero voluntarioso Sunburn, al igual que toda su disímbola pandilla de amigos.

Sin caer nunca en el tremendismo de un Kids (Clark, 1995), pero tampoco en la densidad autorreferencial de un Boyhood (Linklater, 2014), Hill puede presumir de una primer cinta hecha con solvencia, bien escrita y mejor actuada, que triunfa al engancharnos no en la recreación de la época e incluso tampoco en la nostalgia, sino en la evocación de ese periodo donde en efecto, tomamos la decisión de convertirnos en hombres o en cretinos.

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