Entre las cinematografías latinoamericanas, la ecuatoriana es probablemente una de las menos populares. México, por ejemplo, exportó —aunque a la fuerza— a tres de sus cineastas  comerciales más relevantes a Hollywood y goza de una innegable celebridad en los festivales internacionales de cine, particularmente el de Cannes. Chile y Argentina tienen algunos de los mejores directores contemporáneos, de Sebastián Lelio y Pablo Larraín a Lisandro Alonso y Lucrecia Martel, sin olvidar, claro, las invaluables contribuciones de viejos maestros como Raúl Ruiz o Miguel Littín —este último estará próximamente en la Cineteca Nacional—. Brasil, por otra parte, nos dio quizás el mejor cine latinoamericano de los 60 y hoy está recuperando su lugar con las películas de Kleber Mendonça Filho y Gabriel Mascaro. En contraste, la tradición ecuatoriana es desafortunadamente incomparable con estas otras pero la sensibilidad se impone al destino en Alba (2016), el primer largometraje de Ana Cristina Barragán, y apenas la sexta inscripción de Ecuador para competir por el Oscar.

En forma y sobre todo en fondo Alba es un retrato de la pre-adolescencia que evoca las películas donde la española Ana Torrent reconcilia su inocencia con la realidad. Alba (Macarena Arias), la protagonista, se encuentra en la frontera entre los juguetes improvisados y las uñas de colores: la mitad de ella es incompatible con las incipientes aspiraciones sexuales de sus compañeras de escuela pero la otra desea abandonar la soledad de la imaginación en un mundo de madurez incompleta. Ambas luchan. Para empeorar el conflicto de Alba, la enfermedad de su madre se agudiza y obliga a la niña a quedarse sola con su padre, un extraño en todos los sentidos. La trama, sin embargo, no es lo más relevante de la película. Al contrario, Barragán la suele rezagar para concentrarse en los momentos en que Alba mira a su alrededor. Como Torrent en Cría cuervos… (1976) o Adèle Exarchopoulos en La vida de Adèle (La vi d’Adèle, 2013), la mirada y el silencio de Arias transmiten un desorientado interior que se refugia en distracciones e influencias externas. Con una madre en cama y un padre mudo, la niña, desesperada por pertenecer, comienza a desintegrarse.

Cuando una muchacha mayor la invita a una fiesta, las niñas populares se acercan a Alba pero lo que comienza como un acto adulterado de amistad pronto se transfigura en sadismo y una especie de perdición. Por timidez la protagonista cede a las instrucciones de sus nuevas amigas en humillantes juegos de inducción erótica que reemplazan las tardes solitarias armando un rompecabezas y los juguetes con los que imaginaba cómo acercarse a otros. A lo largo de varias escenas Barragán nos muestra ojeadas de la vida social en Ecuador, pero sus temas adquieren mayor fuerza al mostrar la absorción de una niña ingenua en una sociedad hostil a sus valores y sus orígenes. El padre de Alba es un burócrata pobre y ella no se ajusta a los estereotipos de lo femenino: raras veces se quita el uniforme escolar y nunca se peina. El choque con la lujosa casa de otra niña donde juega “Verdad o desafío” nos muestra con cierto horror cómo se cumplen sus ilusiones de estar acompañada. “Ya no eres una recha”, le dice otro niño con sorna. Describir más a fondo esta y otras escenas posteriores quizá reduciría el impacto emocional de la película pero me permito decir que representan con fuerza vivencial la tortura de ser popular y la necesidad de reconocer el amor genuino y el valor de la identidad.

El guión de Alba, poseedor de una autenticidad que probablemente evoque recuerdos en el espectador, es parte de una estética similar a la de John Cassavetes y sus descendientes, los hermanos Dardenne. Filmada con la cámara al hombro, Alba es tan íntima como Rostros (Faces, 1968) pero también tan crítica como El chico de la bicicleta (Le gamin au vélo, 2011). La imagen siempre en movimiento, las actuaciones naturalistas y la narración subjetiva enfatizan por un lado el sufrimiento individual, pero por el otro también exploran el lugar de Alba en su entorno. Aunque sólo conocemos los eventos a partir de lo que percibe y entiende ella, las injusticias del mundo adulto se asoman, por ejemplo, en las imágenes de una oficina de trámites burocráticos. Los rostros de gente esperando reflejan la frustración y la fatiga de esperar. En otras escenas vemos la repercusión de la adultez en la infancia. Con cierta torpeza, y más en su afán de pertenecer, Alba practica frente a la televisión un baile sexualmente cargado. Su padre apaga la televisión sin decir nada, como acostumbra. En el contexto de la película este gesto aparentemente autoritario sintetiza el amor de un padre por la hija que tiene, no por la que otros quieren que sea. La edición evita deliberadamente que entendamos todo lo que sucede pero las experiencias de un espectador maduro probablemente esclarezcan el interior de Alba.

Antes comparé a Macarena Arias con Ana Torrent por el tipo de películas que han protagonizado, pero Torrent, aun siendo una niña, mostraba una seguridad macabra. Después de todo, su personaje en Cría cuervos…, por ejemplo, era una pequeña asesina. Arias, como ya lo expliqué, me parece más bien atemorizada; su forma de tartamudear representa la comunicación como un reto y demuestra un talento considerable. Entonces necesito aclarar la asociación. El maestro español Carlos Saura, que dirigió Cría cuervos…, dijo en una entrevista que la infancia es la peor edad de una persona porque constantemente la llevan de un lado a otro sin saber adónde ni por qué. Los personajes de ambas actrices comparten esa incertidumbre. Su forma de resolverla es distinta pero ambos filmes representan con agudeza la experiencia universal del destierro en la niñez. Más que inscribirse en la breve tradición del cine ecuatoriano, con Alba su directora logra comunicarse con el mundo entero.

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