La semana pasada escribí de La forma del agua (The Shape of Water, 2017), pero no fue el único estreno interesante en la cartelera. La rueda de la maravilla (Wonder Wheel, 2017) es una tragedia casi perfecta de Woody Allen, aunque afectada por algunos problemas de tono. Para complicar las cosas, el siguiente fin de semana se estrenan películas de los imprescindibles Todd Haynes y Alexander Payne. Tampoco son obras mayores en sus filmografías pero de ninguna manera puedo decir que Wonderstruck: El museo de las maravillas (Wonderstruck, 2017), y mucho menos Pequeña gran vida (Downsizing, 2017), sean desastres. Incapaz de elegir sólo una, decidí escribir brevemente de las tres, enfatizando los mejores elementos de cada una. Esto lo hago no por evitar ser combativo sino para rescatarlas de entre el estancamiento de Liam Neeson en el cine de acción y el nuevo apéndice de una horrenda franquicia de animación mexicana.
La rueda de la maravilla
En la más reciente cinta de Woody Allen, un salvavidas y aspirante a dramaturgo llamado Mickey Rubin (Justin Timberlake) nos narra el triángulo amoroso que protagonizó con una mujer casada, Ginny Rannell (Kate Winslet), y Carolina (Juno Temple), la joven hijastra de Ginny que está huyendo de su esposo: un poderoso gángster. Situada en Coney Island, el Acapulco más carnavalesco de los neoyorquinos en los 50, la película es una tragedia que constantemente cita a Eugene O’Neill pero cuya protagonista se encuentra en una situación muy similar a la de Eddie Carbone en Panorama desde el puente (A View From the Bridge, 1955), de Arthur Miller, y comparte el carácter destructivo de Yerma (1934), de Federico García Lorca.
Con estas referencias podría pensarse que Allen se concentra más en lo dramático que en lo cinematográfico pero su nuevo fotógrafo de cabecera, Vittorio Storaro, demuestra la maestría que desplegó antes con Bertolucci, Coppola y el propio Allen, para hacer de la luz un lenguaje. Cuando Ginny se enamora, su bello sol interior —como dijeran Barthes y Denis— se vierte en el mundo en tonos sepia; cuando Carolina amenaza su felicidad, los colores se orientan al rojo y el azul, pero cuando la realidad se le viene encima para castigarla, el mundo recupera sus tonos naturales.
Sin exagerar, puedo decir que Winslet entrega la mayor actuación en su carrera gracias a un impresionante rango que trasciende la caricatura de la mujer histérica, mientras que James Belushi la iguala con su papel de un operador de carrusel en quien se encuentran la ternura y la violencia con igual apasionamiento. Juno Temple no sorprende en el papel de Juno Temple, y Justin Timberlake, rompiendo esquemas, deja de ser él mismo para convertirse en un maniquí parlante —todo menos un halago, considerando que La rueda de la maravilla no pertenece al cine de fantasía—.
Wonderstruck: El museo de las maravillas
Carol (2015) no es inmejorable pero sí es una película difícil de superar. Era inevitable que la siguiente cinta de Todd Haynes resultara decepcionante, y más si se trataba de una adaptación de un libro de Brian Selznick. No es mi intención insultar al brillante autor y dibujante de novelas gráficas para niños como La invención de Hugo Cabret (The Invention of Hugo Cabret, 2008) y la propia Wonderstruck (2011), pero el cine de Haynes no suele compartir la ingenuidad en la obra de Selznick, donde un par de niños pueden estar perdidos en Nueva York sin que les pase nada. Haynes, como Douglas Sirk y Rainer Werner Fassbinder, sus mayores influencias, conoce bien la crueldad de las sociedades y en su obra ésta nunca ha estado ausente hasta ahora. Sin embargo, al ver la película entendí qué le atrajo del libro de Selznick.
Al igual que en Mi historia sin mí (I’m Not There, 2007), su magistral relato de la vida de Bob Dylan, Haynes sigue varias narrativas con distintos estilos que al final demostrarán su conexión entre sí. En este caso, la aventura de una niña se sitúa en Nueva York en los años 20, mientras que la de un niño se ubica en la misma ciudad y en las mismas locaciones pero en los 70. Una historia está contada como película muda, acompañada por una brillante partitura de Carter Burwell que busca suscitar el asombro en los espectadores, mientras que la otra, en sus colores y su vestuario, así como en el empleo de un éxito de Eumir Deodato, evoca el cine neoyorquino de Perdidos en la noche (Midnight Cowboy, 1969) a Taxi Driver (1976). El contraste de influencias tan cruentas con una trama tan inocente es lo que parece más bien una contradicción.
En general Haynes hace un buen trabajo de dirección pero la historia de estos niños funciona mejor en un libro que en una película porque, en realidad, no sucede mucho para ser un filme narrativo. Por otra parte, su imitación de los estilos de los 20 y los 70 no es tan notable como sus referencias a los 50 en Lejos del cielo (Far From Heaven, 2002) o a diversas corrientes en Mi historia sin mí. Sin embargo una secuencia animada cerca del final lo rescatará todo con su audacia cinematográfica y demostrará la poderosa visión de Haynes.
Pequeña gran vida
Posiblemente la película más arriesgada de esta tríada, su director Alexander Payne consigue mucho mérito al convertir una ocurrencia incluso boba en una fascinante cinta de ciencia ficción que habla al mismo tiempo de la desigualdad, de la gentileza y de la reacción absurdista al fin último de todas las cosas. Matt Damon protagoniza en el papel de Paul Safranek, un hombre común de un futuro cercano cuando se descubre la forma de reducir el tamaño de las personas a unos 12 centímetros para hacerlas más sustentables. El costo de sus vidas también se reduce considerablemente, así que quienes decidan hacerse el procedimiento serán multimillonarios por el resto de sus vidas.
Payne, un cronista excepcional de la vida promedio estadounidense, elude las convenciones de la ciencia ficción y prefiere hablar de un hombre normal que de repente se ve rodeado por circunstancias extraordinarias, entre ellas hacerse amigo de un traficante serbio llamado Dusan (Christoph Waltz) y de Ngoc Lan Tran (Hong Chau), una activista vietnamita que sobrevivió a una reducción forzosa en su país y al traslado ilegal hacia los Estados Unidos.
Ni Paul ni Tran son particularmente carismáticos. Dusan menos todavía. A Payne no le interesa crear personajes agradables sino verosímiles como el mundo alrededor de ellos, que no es más que una versión a escala del nuestro. Es cierto que el tono de la película varía entre lo cómico y lo melodramático, mientras que la trama es inconsistentemente filosófica y anecdótica, pero no creo que se trate de un desequilibrio fatal. El inmenso humanismo de Payne logra que la ocurrencia de la reducción se convierta en un símbolo de lo mucho que un hombre, por pequeño que sea, puede hacer por el mundo en acciones tan grandes como aparentemente triviales. En un momento dado la grandeza y la humildad se presentan como una encrucijada para los protagonistas, pero aunque el futuro podría traer triunfos inconmensurables para la especie, en el presente un hombre bueno y frágil tiene hambre; otro hombre, también bueno, y un poco más fuerte, puede cambiarle la vida. La elección final, para mí, no es nada menos que inolvidable.