La torpeza de aquellos que de la noche a la mañana se encuentran con todo el poder entre las manos; la lambisconería de los cercanos que dicen sí a toda ocurrencia del infalible y glorioso líder; el coro de ciegos seguidores que segundan toda decisión, todo discurso, toda opinión del mesiánico gobernante; las mentiras y la simulación de los políticos que de noche hacen suntuosas fiestas y de día pregonan por el pueblo y la patria.

Pero no, no se confunda, no estoy hablando de recientes hechos nacionales (¡dios me libre!), sino de Death of Stalin (2017) el segundo largometraje del director y guionista Armando Iannucci (la mente creativa detrás de series como Veep y The Thick of it) basado en la novela gráfica homónima de Fabien Nury y Thierry Robin.

Es Marzo de 1953 y Stalin llama a la estación de radio local que acaba de transmitir un concierto en vivo de Mozart. Quiere una copia del recital, pero hay un problema: el concierto acaba de terminar y no fue grabado, pero tampoco es opción decirle eso al máximo líder por lo que el pobre director de la estación tiene que impedir que el público salga y que los músicos se vayan, tiene que hacer el concierto otra vez, así deba pagar de su bolsillo para que los músicos vuelvan a tocar o sacar de su casa y llevar en pijama a otro director de orquesta (el anterior se ha desmayado). No hay opción, a menos que se quiera estar muerto al día siguiente porque en la Rusia de 1953 nadie que aprecie en algo su vida puede contradecir a Stalin.

De ese nivel es el humor negro de Iannucci, se trata de una feroz sátira política que muestra la demencial lucha por el poder que se desata al momento en que el líder, Stalin (Adrian McLoughlin), fallece en su propia recámara y es encontrado hasta la mañana siguiente (los guardias a pesar de escuchar ruidos no quieren importunar al líder, no sea que los mande matar) nadando en sus propios orines.

Como lo dicta el protocolo, los miembros del partido van llegando uno a uno al lugar de los hechos:  Beria (Simon Russell Beale), jefe del servicio secreto y ejecutor de las famosas listas de enemigos de Stalin, Malenkov (Jeffrey Tambor) el pusilánime sucesor de Stalin, Khrushchev (Steve Buscemi), que llega con la pijama puesta debajo del traje. Temerosos, indecisos, se enfrentan pues a la sucesión adelantada, por lo que cada uno de ellos verá para su propio beneficio.

A la muerte del líder vendrá un alud de situaciones que parecen inverosímiles pero que no son más que el producto del absurdo del poder desmedido, de la política, y de la sed por ser el siguiente al mando: no hay doctores que atiendan al líder dado que todos fueron asesinados por un supuesto complot contra el propio Stalin, todo testigo de la muerte es hecho prisionero porque nadie debe decir lo que ocurrió en ese cuarto, los que fungen como sus dobles también deben ser ejecutados por cuestiones de seguridad nacional.

Si, es una sátira, sí, es humor negro, pero mucho de lo sucedido no es producto de la prolífica imaginación de Iannucci sino que está basado en hechos reales: en efecto no había doctores en Rusia, y en efecto tuvieron que repetir el dichoso concierto. Las líneas entre la realidad, la política y el absurdo se borran, la Realpolitik es una lucha nada diplomática y la vida y la muerte pende de situaciones tan disparatadas como que el indulto del gobierno llegue antes de que el verdugo jale el gatillo (reminiscencias a esa otra disparatada sátira de los hermanos Zucker, Top Secret, 1984). La risa es real, pero los muertos del régimen también.

Todas las actuaciones son perfectas pero por supuesto destaca siempre la presencia y el tono de Steve Buscemi como el en apariencia ingenuo pero después resuelto y maquiavélico operador Nikita Kruschev, quien poco a poco se fuera abriendo el camino del poder hasta llegar a ser máximo líder (y después llevarnos al límite de la tercera guerra en la famosa Crisis de los Misiles Cubanos, con Kennedy al otro lado del teléfono).

La política es pues, una secuencia de absurdos, de ironías y de venganzas. Por más que se piense en las altas esferas de la política como un salón inalcanzable de altas y trascendentales discusiones, al final todo queda en fiestas, excesos, y el cuidarse la espalda, porque el verdugo de hoy es la víctima del mañana.

Así pues, hay películas que a pesar de llegar retrasadas (ésta es de 2017), se estrenan en el mejor momento: justo con un cambio de gobierno, cuando la rueda del poder comienza a girar de nuevo, con nuevos mesías, nuevos operadores, pero el mismo absurdo, la contradicción y la mentira a flor de piel.

Pero ahora sí estoy hablando de la política nacional, por lo que mejor ahí la dejamos.

-O-

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