Sólo queda resumir las certezas que dejó la elección del pasado primero de julio. Nada causa mayor tranquilidad, sin duda, que el reconocimiento inmediato de los derrotados, gallardos ante un vencedor que no había procedido de igual manera cuando le tocó perder. Una victoria tan contundente convirtió en fútiles las demandas, pregonadas por algunos, de que un solo candidato enfrentara al puntero. Así, la segunda vuelta queda para el futuro lo mismo que la eliminación de las listas plurinominales, sin las cuales, como antes de 1988, la oposición en el Congreso quedaría reducida a su mínima expresión. Fracasaron, a su vez, como procedimiento y en tanto experiencia, las candidaturas independientes mientras que el formato de los debates presidenciales mejoró considerablemente. Los ciudadanos han hecho evidente su confianza en el funcionamiento de la democracia electoral en México. Con Morena en el gobierno ya no quedará fuerza política significativa ajena al ejercicio del poder político, a través no sólo del Poder Ejecutivo sino de una holgada mayoría parlamentaria. El resto, más allá de la prudencia y la responsabilidad con la cual se ha conducido López Obrador, durante sus primeros días como candidato ganador, sigue siendo un misterio.

De las declaraciones públicas del próximo presidente electo una en especial me llamó la atención, aquella en que bendijo a las redes sociales, las cuales, al parecer, han sustituido, en todo el mundo, al antiguo militante que tocaba puertas, distribuía octavillas en fábricas y vecindarios, recurría a la brocha gorda para pintar bardas o usaba engrudo para pegar carteles. También ha desaparecido, en buena hora, la salvajada ecocida —al menos en la Ciudad de México— de colgar miles y miles de pendones de plástico, con la cara oronda y las buenas intenciones manifiestas, en cuanto crucero y puente hubiere, de todos los candidatos en liza.

Si falló la “estructura” cuyo poder agitaba el petate del muerto del fraude electoral, quedó clarísimo que el fervor militante está en las redes. Y así como antes había acarreados, hoy hay robots que, a diferencia de sus antecesores, no sólo ocupan lugares en los manifestódromos, sino son programados para llevar a su máximo esplendor la noción de Carl Schmitt de que en política sólo hay amigo o enemigo. No he encontrado estudios relevantes —al menos para mi comprensión de las cosas— sobre la influencia de las redes sociales en una elección, pero dada la creciente conectividad de los mexicanos, sería iluso pensar que sólo a los militantes les importan. Y tan es así que los políticos victoriosos las bendicen cuando ganan y las maldicen si se presentan como portadoras de publicidad negativa, la llamada “guerra sucia”, plagada, para tirios y troyanos, de noticias falsas, al grado que por “verificar” se entiende, ya no llevar el automóvil a la revisión anticontaminante sino corroborar, en la red, la veracidad de un dato, de una acusación, de una anécdota, de una historia entera.

Se ha puesto de moda citar a Frederic Jameson cuando dice que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Igualmente, queda la impresión de que las redes sociales sobrevivirían una hecatombe nuclear o la colisión de un asteroide con la tierra, como se dice sería la suerte de los insectos. Y que en esas redes está, si no la gran política, la militancia ciudadana, revolucionaria o reaccionaria, conservadora o liberal. En el fondo, se cumple un viejo pronóstico: a la aldea global ya no la mueven las ideas (si es que alguna vez fue así), sino la publicidad. No aquella, subliminal, con la cual nos amenazaban de niños a los cincuentones, sino otra, basada en la inmediatez, la mentira, el insulto, la befa, la verdad a medias o la mentira descarada.

Estas características siempre nutrieron la política de masas, sobre todo la de los movimientos totalitarios, pero hoy alimentan a todos los partidos, los cuales, al bendecir las redes, bendicen la antipolítica, todo aquello que es contrario al diálogo en la plaza pública y apela a los instintos del votante antes que a su raciocinio. Me pregunto si la democracia terminará por ser incompatible con las redes sociales. Se me responde que lo mismo dijo Karl Popper de la televisión, la antigua “caja idiota” a punto de ser condenada si no al basurero de la historia, al menos a la canasta básica. De tener razón los optimistas, la democracia —mientras conserve su carácter liberal— absorberá todo aquello que la amenaza. Que así sea.

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