Llevar mascarilla es incómodo. Todavía no se ha descubierto el remedio infalible para que las gafas no se empañen a cada exhalación; es difícil no sucumbir a la tentación de rascarse la nariz cuando pica en el momento menos oportuno; respirar es tedioso y genera sensación de agobio. Ocultar boca y nariz suprime además parte de la expresividad facial, dejando el arqueo de las cejas y la apertura de los ojos como única forma de transmitir algún tipo de emoción.

Esconderse tras una tela envía sin embargo un mensaje potente y necesario en los tiempos indescifrables, inciertos e inverosímiles que estamos viviendo. Dijo Andrew Cuomo, el gobernador de Nueva York, que “cualquier mascarilla es un manifiesto. Cuando llevas una mascarilla, estás diciendo ‘te respeto’”. Y, con la pandemia todavía lejos de terminar, la solidaridad, la empatía y el respeto es lo que el mundo necesita.

Se puede caer en la trampa de creer falsamente que con la reapertura de negocios y el levantamiento de restricciones de viaje volveremos a aquello que dejamos atrás, como si no hubiera pasado nada: un regreso a una normalidad aplazada tras un paréntesis. Se puede hacer un ejercicio de borrado de memoria, suprimiendo de nuestro pasado el momento excepcional que hemos vivido; regresar sin ningún cambio, como si los dos meses que dejamos atrás quedaran en blanco, como si el estrés y la incertidumbre nunca hubieran ocurrido, como si las pesadillas por el encierro y el desasosiego pertenecieran a un mundo que nunca existió.

Pero la realidad es mucho más compleja. Cada vez que despertamos el virus sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso, y no se vislumbra el horizonte de su extinción.

Las mascarillas -o cualquier tipo de tela sobre la boca- no son la solución total para recuperar la normalidad, pero son una parte importante de ella. Su eficiencia en el freno de la transmisión del virus está más que contrastada en múltiples estudios científicos: uno de los más citados concluye que si 80% de la población se cubriera boca y nariz, la velocidad de transmisión caería en picado.

Marc Lipsithch, epidemiólogo de Harvard, compartió un meme que circula en las redes sociales, que convierte el esputo de coronavirus en orina y el barbijo en pantalón: no es difícil imaginar la diferencia de encontrarse a alguien con incontinencia urinaria y que éste vaya o no cubierto.

Más allá de la protección, lo importante de la mascarilla es el mensaje que transmite. Hace unos días, cuatro revistas satíricas de España y América Latina (entre ellas la mexicana El Chamuco) unificaron esfuerzos bajo el nombre de la Internacional Satírica para crear una publicación en defensa del uso de mascarillas. Un documento “extrañamente serio”, en sus palabras, pero que podría servir de panfleto iniciático para una revolución, con el cubrebocas como símbolo del nuevo renacer tras el coronavirus.

No hay muestra más sencilla de empatía social y de triunfo de lo colectivo sobre lo individual que el gesto minúsculo de cubrirse la boca. El italiano Valerio Capraro, matemático interesado en comportamiento social y altruismo, detalla que el “conflicto entre la cooperación y el interés propio es uno de los más importantes en la toma de decisiones humanas”, y en la época actual no debería haber duda sobre cuál debe triunfar. No debería haber otra respuesta que la de expresar respeto mutuo en la protección, dando un abrazo colectivo tan extrañado en estas seis, siete, ocho semanas de encierro.

Taparse nariz y boca es ya una forma de activismo, de reconocimiento del prójimo y de deseo de cuidado global. Emula también el mensaje transmitido por otras máscaras, como la de Guy Fawkes y sus aires de revolución en las calles, o, más recientemente, la de Salvador Dalí, esencial en las revueltas de nuestra era gracias a una serie de televisión que ha recuperado -quizá con elementos excesivamente pop- un himno de resistencia antifascista como el Bella Ciao.

Para que esta revolución surta efecto, la sociedad tiene que evolucionar. Hay que suprimir no sólo la desidia de llevar mascarilla sino la estupidez de dejarla caer por debajo del tabique nasal para evitar incomodidad.

Además, debe servir para erradicar concepciones sociales anacrónicas. Capraro, junto a su colega canadiense Hélène Barcelo, publicó recientemente un estudio sobre la predisposición de ponerse mascarilla: en las conclusiones apareció una supuesta masculinidad absurda, que en este caso no es más que debilidad ante el virus: los hombres son menos propensos a cubrirse porque sienten que “no es cool”, es “vergonzoso” o “una señal de debilidad”.

Una respuesta que seguramente daría Donald Trump, protagonista de una paradoja mayúscula: mientras lidera el país con más casos y muertos por Covid-19, se niega a llevar mascarilla en público, algo totalmente incongruente para un presidente con fobia a los gérmenes.

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