Hoy, muchos encabezados hablan de los riesgos de la democracia. Se advierte una ola regresiva y se identifica a sus responsables, desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Viktor Orban en Hungría, y en nuestra región, con personajes como Nayib Bukele en El Salvador y Jair Bolsonaro en Brasil, sin olvidar a los “clásicos” de Daniel Ortega en Nicaragua, Nicolás Maduro en Venezuela y la dictadura cubana.

Por Miguel Ángel Lara Otaola
 

Si bien la democracia continúa siendo el tipo de gobierno más común, cada vez más países registran retrocesos. Tan sólo en 2021, perdimos dos democracias: Myanmar, donde el ejército tomó el poder argumentando falsamente fraude en una elección que no le era favorable y Túnez, donde con el pretexto de salvar al Estado y la paz, el presidente suspendió el parlamento.

¿A qué nos referimos cuando hablamos de democracia? Este es un concepto intangible, sujeto a distintas interpretaciones y, por lo tanto, a manipulación. Prueba de ello es que las dictaduras invocan la democracia y la usan para definirse. Recordemos que el nombre oficial de Corea del Norte es República Popular Democrática de Corea y que la Alemania comunista se denominaba República Democrática Alemana. Nada más lejano a la realidad.

Pero no todos son tan democráticos como lo afirman. Ante el abuso del término, es preciso definirlo. La democracia no es el abstracto “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” de Lincoln, pues en nombre del “pueblo” se han cometido atrocidades contra aquellos que no son parte de ese grupo excluyente. Los judíos despojados y asesinados en la Alemania nazi dan cuenta de ello.

Precisamente para evitar esos abusos, la democracia se define por instituciones. Instituciones que protegen derechos (de propiedad, de acceso a la información, de expresión) y bienes públicos (desde competencia económica hasta estadísticas de calidad sin influencia política) y, por lo tanto, nos resguardan de la arbitrariedad que usualmente viene del poder concentrado. Las instituciones existen para limitar la ley del más fuerte, donde quien puede tomar algo (una vida, una propiedad, un resultado electoral) lo hace sin reparo.

Así, estas instituciones incluyen a órganos autónomos (INE, INAI, Banco de México, etc.), congresos (desde locales hasta el Senado), medios de comunicación (prensa, radio, televisión y online), organizaciones de la sociedad civil (que trabajan en la defensa de causas desde la igualdad de género hasta el medio ambiente), y leyes (Desde la propia Constitución hasta la Ley de los Sistemas de Ahorro para el Retiro).

¿Cómo podemos defender estas instituciones, y con ello, a la democracia misma? El primer paso es seleccionar una institución específica. Puede tratarse de una ley discutida en el Congreso, o de un medio de comunicación que apreciamos por sus periodistas y análisis. Una vez hecho esto, podemos: estar atento a sus actividades; financiarla (por ejemplo, a través de una suscripción anual a un periódico); acudir a sus eventos; hablar en su favor (públicamente o en privado) y, ante una amenaza, el Dr. Gene Sharp nos propone un catálogo de 198 acciones pacíficas (desde peticiones colectivas y marchas de silencio, hasta boicot de eventos).

Thomas Jefferson decía que el precio de la libertad es su vigilancia permanente. Nada más cierto y necesario, especialmente ahora, pues la alternativa -vivir sin libertad y democracia- es desoladora. Por ello, todos tenemos que poner de nuestra parte: las instituciones no se defienden solas.

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Especialista Principal de Evaluación de la Democracia, Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral e Investigador del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina

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