Quisiera escribir esto con un talante luminoso a tono con la sentencia en mi galleta de la fortuna de anoche: posee una fe optimista y confianza en la vida. Quisiera escribir estas líneas incendiada por la certeza de la pronta salida del túnel pandémico, después de la vacunación. (Porque de las “ocurrencias” presidenciales que nos llevan de regreso al momento donde no existían los organismos autónomos como el Indautor —no más de los que se quiere centralizar—, el salvaguarda de los derechos intelectuales de la obra creativa, no hay antídoto posible más que el intercambio razonable de ideas en un congreso plural y no uno que obedezca al látigo del domador.)

Quisiera estar tranquila de que para la mitad de este año habrá habido una vacunación masiva, como lo proponen las autoridades actuales. En esto coloco el beneficio de la duda, más como un acto de fe, porque a todos nos conviene, aunque tardemos años en salir de la oscuridad económica y de ciertos trastornos psicológicos en adolescentes y duelos irremediables a nuestro alrededor. A pesar de ineficiencias gubernamentales, de una narrativa de un falso optimismo, del desdén original al cubrebocas y de la no coerción para actitudes de responsabilidad social, quiero conceder a las estrategias de salud pública la posibilidad de que sean eficaces esta vez. Lo intentarán porque conviene políticamente, porque no cumplir con las metas será la antesala de su funeral.

Quiero pensar que en la segunda mitad de este año, al que hemos dado la bienvenida con un tiene que ser mejor que el anterior, la sana distancia será una práctica de arqueología social para los estudiosos en el futuro. Que cuando nos miren seamos como la pareja encontrada después de 50 años en un abrazo congelado en el pico de Orizaba.

Me queda en el cuerpo y en el ánimo la añoranza por los abrazos no dados en el 2020 y los que aún no podemos dar. No pude abrazar a Josefina Estrada después de la muerte de su marido, el poeta Sandro Cohen; no pude abrazar a Anamari Gomís, viuda de Salvador de Lara, a Rowena Bali, compañera de trabajo de Juan José Reyes, ni a la familia de Clemente Merodio; no pude abrazar a Marisol Schultz por el premio Princesa de Asturias a la FIL Guadalajara ni a Elmer Mendoza cuando le dieron el Premio Negra y Criminal del Tenerife Noir; no pude abrazar a mis hermanos en sus cumpleaños ni a mis hijas y sobrino ni a Augusto Elías en sus 95 años; no pude abrazar a Gregorio Perujo, que poco se dejaba abrazar, y a todos los que lamentamos su muerte súbita. No he podido abrazar a cada uno de los amigos que he visto y a los que no he visto. Me queda un cuenco vacío entre el pecho y los brazos que no sé cómo se va a llenar. Porque los abrazos no dados a los que ya se fueron no se pueden restituir.

Quiero imaginarme el destape abrazador: ese contacto que en los hospitales se ofrece como una fórmula terapéutica, aunque las personas no se conozcan. Sospechar el cierre del 2021 como una orgía de abrazos largos, corazón a corazón, respiraciones cercanas, lágrimas, risas, bromas. Quiero parecerme al augurio de la galleta que me comí anoche y soñar los abrazos infinitos donde el silencio es elocuente. Quiero volver a creer en la elocuencia del silencio en tiempos post virtuales. (Y quiero, querido lector no tienes porque saberlo pero la fecha obliga, abrazar a mi madre —que ya no está— porque hoy es su cumpleaños.)

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