El Covid es como los embarazos (o los sismos después de vivirlos), si tuviste, hablas de él. Cada quien tiene su historia y vivió para contarla. Seguramente es más fácil hablar de una enfermedad de potencia letal a medida que se atenua la probabilidad de terminar en un hospital, y la incertidumbre del final. Al asunto de ¿cómo te fue?, ¿qué tan duro te pegó?, ¿te bajó el oxígeno?, ¿qué fue lo peor que te pasó?, se suma una nueva pregunta: ¿te han quedado secuelas? Este nuevo virus va a dejando testimonio conforme la humanidad lo experimenta, así que todo resulta un registro vivo. Y tal vez porque sobrevivimos sentimos la urgencia de transmitir la información.

Para mí, el peor momento del Covid, haciendo un lado un cansancio aplanador y la sombra continua del miedo, fue el momento en que puse una pieza de salmón ahumado en un pan y, al morderlo, sólo percibí la textura: un trapo frío en la boca. Lo acerqué a la nariz para saber qué estaba pasando y no pude descifrar nada. Tiré el sandwich y el paquete entero. El olfato guía a los animales para reconocer dónde está el alimento; el viento es el gran aliado de los depredaores, el soplón que delata la presa. Pero también los malos olores advierten del peligro, de lo que no se debe consumir. Son defensas como en la gobernadora, planta desértica que se expande a sus anchas, cuyo olor disuade el ramoneo de los animales. Su triunfo expansivo es producto de su hedor. Entonces recordé que se podía perder el olfato y hasta el gusto con el SARS-CoV2. Aspiré el bote del café. Era tan tenue el aroma y se alejaba…, corrí ansiosa piso arriba y atomicé perfume sobre mi mano: sólo el alcohol llenó el espacio. Había perdido el olfato. El desconcierto se parece al de los animales cuando hay un eclipse de sol, una oscuridad fuera de programa que los alerta. El olfato, tan dado por hecho, me desbrujulaba. No reconocería una fuga de gas, un alimento echado a perder, el olor a basura, el mal o buen olor de los otros. No sabría si utilizaba shampoo para lavarme el pelo o aderezo de ensalada (afortunadamente no se guardan juntos). Llevaba las manos a la cara después de lavarlas y me recibía un olor plástico. Tal vez era que la falta de olfato me asemejaba más a una muñeca a un robot que a mi materia de carne y hueso. Recuperado después de unos días, lo celebré con gran júbilo. Y le asigné un valor superior.

Curioso que ya pasados unos meses de recuperada, el olor a fritanga me sale al encuentro por aquí por allá: al subirme al auto, al entrar a una habitación, al llegar a mi casa. Me asomo por las ventanas para ver si alguien está friendo quesadillas. En un consultorio médico pensé que el doctor acababa de comerse una torta ahí mismo en el escritorio. Ahora sé que es una secuela del Covid, se llama fantosmia. Una alucinación olfativa porque las células receptoras han sido dañadas. Tienen que reconfigurarse. En las pláticas del after de Covid, otros me han contado que les pasa lo mismo, pero con olores florales. Me da envidia su alucinación ajardinada. Mientras los científicos dilucidan el misterio de las distorsiones olfativas, entre conversación y conversación de las experiencias de otros, yo tengo tema para cuento.

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