Uno de los errores más cometidos en México es confundir la promulgación de una ley con su cumplimiento; cada vez que se aprueba una nueva legislación celebramos como si su sola existencia bastara para cambiar mágicamente la realidad. Pero no es cierto. Si hubiese que elegir algún rasgo inequívoco de nuestra identidad nacional —más allá de cuestiones folklóricas— elegiría este: ser el país de los derechos escritos y de las leyes magníficas, que no se cumplen. Quizás por eso son estupendas: porque son ejercicios más bien literarios.

Empero, hay una diferencia sustantiva entre tener esas leyes como pivote para intentar que se cumplan y no tenerlas en absoluto. No era lo mismo, por ejemplo, dolerse de la falta de transparencia a principios de Siglo que hacerlo hoy, cuando esas conductas ya son franca y directamente ilegales; no es lo mismo reclamar la falta de archivos con la ley en la mano, que haber visto cómo se destruían sin poder decir nada; no es igual reclutar gente y entregar contratos a modo a sabiendas de que esas conductas son ilegales, que hacerlo al amparo de las normas establecidas, etcétera. No es que el Siglo XXI haya erradicado las viejas prácticas y los vicios de siempre; la diferencia es que ahora son ilegales.

En ese marco —y a pesar de todo— en estos días se abrió una nueva ventana de esperanza para combatir una de las peores prácticas de discriminación y exclusión social del país: por fin, la inscripción al IMSS de las trabajadoras del hogar, será obligatoria. Ya no será optativa ni estará sujeta a una prueba piloto, como venía sucediendo desde el 2019 gracias a la sentencia proyectada entonces por el ministro Pérez Dayán. Seis meses después de que esa reforma sea publicada en el Diario Oficial (cosa que podría haber ocurrido hoy mismo) todas las personas que contraten esos servicios deberán registrar a sus empleadas y éstas, a su vez, podrán exigir el acceso pleno a los cinco seguros que protegen al resto de las y los trabajadores del país —de enfermedades y maternidad, de riesgos de trabajo, de invalidez y vida, de retiro o cesantía en edad avanzada y vejez y de guarderías y prestaciones sociales—.

Llegar a esta puerta de entrada ha tomado más de una década: al menos desde el 2011, cuando México suscribió el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que prometía reconocer y promover los derechos laborales de las trabajadoras del hogar. Desde entonces ha corrido mucha tinta, mucho esfuerzo y mucho trabajo de organizaciones y personas comprometidas con esa causa que nunca bajaron la guardia. La lista es muy larga: Marcelina Bautista, Mary Goldsmith, Marcela Azuela, Alexandra Haas, Norma Palacios, Andrea Santiago, Patricia Mercado, entre muchas, muchísimas más, que no se han rendido jamás.

Pero ahora viene la parte más desafiante: hacer que esa norma se cumpla. Hay más de 2 millones y medio de trabajadoras del hogar —la gran mayoría mujeres, expulsadas de sus lugares de origen y muchas de pueblos originarios— y solamente hay poco más de 41 mil registradas ya en el IMSS. Así que, una vez promulgada la ley, es absolutamente indispensable emprender una intensa campaña de afiliación masiva. Que se sepa, que se diga, que se difunda, que se exija, por todos los medios posibles. Que no dejen solas a las organizaciones sociales que promovieron estas reformas, ni mucho menos a las trabajadoras del hogar que a duras penas negocian sus sueldos casa por casa: que se sume el gobierno, los gobiernos locales, los medios de comunicación, los partidos políticos.

Hagamos conciencia de que la sola promulgación de una ley no alcanza para cambiar el mundo: hay que cumplirla. Por una vez, tomemos esta oportunidad para sacar la casta por la igualdad sustantiva.

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Investigador de la Universidad de Guadalajara

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