El hartazgo que miles de mexicanas y mexicanos han expresado en los últimos meses en distintas ciudades es explicable y justificable. Han salido a las calles para exigir a los tres niveles de gobierno prevenir, atender, sancionar y erradicar la violencia hacia la mujer . El asesinato de mujeres en México es alarmante y ya no puede circunscribirse a ciertos lugares, como cuando Ciudad Juárez fue un ominoso referente. ¿Quién puede negar que México se ha convertido en un país donde ser mujer representa un riesgo? ¿Quién puede regatearle a las mujeres que protestan que sus demandas son justas?

El año pasado se registraron 1,006 casos de feminicidio pero no son números reales. Muchos otros han quedado al margen de este conteo macabro, pues las fiscalías siguen sin clasificar los homicidios con perspectiva de género. Hace poco, el Fiscal General propuso “simplificar” el tipo penal de feminicidio, aduciendo una inexistente complejidad para determinar jurídicamente cuándo una mujer ha sido asesinada por el hecho de ser mujer.

En medio de este debate, dos asesinatos horrendos, el de la pequeña Fátima Cecilia y el de la joven Ingrid Escamilla , revelaron la negligencia e insensibilidad de nuestras autoridades. Como en muchos otros temas, el asunto no es de leyes sino de ineptitudes.

¿De qué sirve que los diputados hayan aprobado de manera exprés un incremento de 5 años a la pena máxima de prisión para los delitos de feminicidio y abuso sexual, si el problema no es la pena que establece la ley sino la impunidad? Para castigar a los delincuentes lo primero es detenerlos y esto es justo lo que no pasa.

Los colectivos feministas exigen que las expresiones públicas de repudio y los compromisos gubernamentales se conviertan en políticas públicas y eficaces, pero esto sigue sin suceder. Por el contrario, las reacciones de nuestras más altas autoridades federales y locales no son alentadoras. No hay sensibilidad, ni capacidad. No hay altura para reconocer el problema y enfrentarlo. Incluso quisieran que se cambiara la conversación, que se dejara de hablar de la violencia hacia la mujer. Es un tema que duele a miles de mexicanos y mexicanas, pero que fastidia a algunos gobernantes.

Todo indica que lo que le importa a quienes nos pidieron la oportunidad de gobernar, es su imagen pública, aunque sea a costa de su responsabilidad con las víctimas, con la ley y con la sociedad.

Los acontecimientos recientes tienen como telón de fondo una violencia estructural, una arraigada misoginia y distorsiones culturales muy extendidas sobre lo que significa ser mujer. Estamos frente a una problemática que le corresponde atacar de manera transversal y multidisciplinaria a todos nuestros gobiernos, con acciones que atiendan el contexto y los detonantes de estos crímenes. También debe haber una cultura más feminista desde las familias.

Por lo que hace al papel de algunos medios que contribuyeron a exacerbar la crispación social frente a la violencia, resulta alentador el contraste de otras empresas periodísticas que han apoyado a cimentar una conciencia de género mediante la correcta caracterización de mujeres víctimas. Es de celebrarse la incorporación, en varias redacciones, de códigos de ética y criterios para coberturas de la violencia que, sin poner de lado la libertad de expresión, respetan las garantías de los ciudadanos y la dignidad de las personas.

Las protestas, pues, no deben amainar. Basta ya de indiferencia. El rechazo de cada vez más sectores y grupos a la violencia contra las mujeres debe ser ya una constante, y parte del paisaje común de nuestra vida política y social. El emplazamiento a nuestros gobernantes para que los abusos y los crímenes contra las mujeres comiencen a ser tratados como una prioridad deberá ser permanente. Hasta que entiendan.

*Colaboró: Juan Carlos Romero Puga

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