El gusto por el poder es una enfermedad incurable. Se trata de una especie de instinto animal al que no se puede renunciar, como el gato que caza ratones. La tentación a la “eternización”, o al “necesariato” fue mencionada de paso por el presidente López Obrador en la interesante entrevista que concedió hace unas semanas a la periodista rusa Inna Afinogenova, del programa español La Base, para difundir más ampliamente su propia versión de su mandato. Basta voltear la mirada para encontrar ejemplos del “necesariato” de lo más variado. Por ejemplo, Vladimir Putin se acaba de reelegir por quinta vez, y sus periodos presidenciales pasaron, como ocurrió en México a partir del Maximato, de cuatro a seis años. Putin inició su presidencia imperial en el 2000, así que, si todo va bien (para él), alcanzará las tres décadas al terminar su presente sexenio, muy cerca del récord mexicano de Porfirio Díaz (33 años).  La historia de la reelección en México y muchos otros países, es un reflejo de dicho instinto, que también husmea en la elección de este año.

Durante el siglo XIX, tres figuras acumularon en México más de medio siglo de controlar la Presidencia: Antonio López de Santa Anna (11 entradas y salidas de la silla presidencial o monárquica), Benito Juárez (tres estancias legales sin ser electo y otras tres por elección) y Porfirio Díaz (derrocado tras su octava reelección). Cabe aclarar que los perfiles políticos de los tres personajes fueron muy diversos y contradictorios. De Juárez puede decirse que militó y se rodeó de la pléyade de liberales “puros” o radicales que le dieron el perfil anticlerical a la Constitución de 1857 y sus secuelas (de aquéllos sobre quienes Daniel Cosío Villegas señaló que “parecían gigantes”, como Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, Melchor Ocampo o Francisco Zarco), aunque más tarde tuviese que mantener compromisos con moderados y conservadores para poder gobernar, es decir, zigzagueando. Juárez nunca dejó la silla presidencial, fue la muerte la que se la quitó, por una angina de pecho. Su sucesor, Sebastián Lerdo de Tejada fue electo dos veces, con más del 90% de los votos electorales (el sistema de elección indirecta de aquella época), aunque en la primera reelección fue tumbado por un levantamiento encabezado por Porfirio Díaz, quién controló la presidencia entre 1877 y 1910, cuando la revolución lo desplazó.

López Obrador se ha presentado como fiel defensor del liberalismo juarista, y también zigzaguea, pues es parte del oficio. Baste consignar dos ámbitos del zigzagueo, del tamaño de una montaña: el ascenso del ejército como actor político y económico que llegó para quedarse, y la retirada de su programa original sobre la migración (sobre todo de Centroamérica), que llamaba a la inversión estadounidense en la región, y que tuvo que reventar por la presión de Trump. Hoy la Guardia Nacional opera como extensión de la Migra estadounidense. Un zigzagueo que implica en realidad una política opuesta a su programa. Ambos temas pesarán sobre Claudia Sheinbaum, su primera selección de corcholatas para la presidencia.

Porfirio Díaz inició con un programa de continuidad con el juarismo, hasta que, progresivamente, hubo de pactar con el poder económico de hacendados, financieros, mineros e industriales y deslizarse a la creación de un grupo ideológico y político de orientación claramente conservadora, el de los llamados “científicos”. Su régimen logró un crecimiento económico notable (Orden y Progreso) al cobijo de la inversión extranjera, dentro de un sistema político cerrado. Los militares y los “científicos” controlaron las principales carteras públicas, así como todas las gubernaturas de los estados, donde la reelección era la norma. Un sistema sin oportunidades, gerontocrático, cada vez más frágil. Madero, el presidente mártir, es quién inició la revuelta que derrocaría a Díaz, bajo la consigna del Sufragio Efectivo y No reelección. Es paradójico que el autor original de la consigna no fuese Madero, sino el propio general Díaz, en el llamado Plan de Tuxtepec, con el que desplazó a Lerdo, como mencionamos antes. Díaz fue pues, maestro en zigzagueo, hasta dar tormento a la Constitución, como demuestra su compleja y exitosa trayectoria presidencial, que parecía desafiar el tiempo. El poder tiene un embrujo que parece caer y recaer fatalmente en la búsqueda de la reelección, sea directa o sea velada.

El general Díaz inició su prologada estancia en el poder presidencial, repetimos, en 1877, cuando obtuvo casi el 96% de los votos electorales, y al término de su primer mandato, en el año de 1880, resistió la seducción de buscar la reelección en ese mismo año. En cambio, optó por una solución a mayor plazo: la de inducir la elección de un amigo, compadre y subordinado cercano, el general Manuel González, que le abriría el camino a su primera reelección, en 1884 y más tarde continuar, con una cobertura legal más sólida, ajustada por el Congreso, que era dominado por el Ejecutivo, zigzagueando, hacia la reelección sin límite: el “necesariato”, como lo bautizó Cosío Villegas. El “necesariato sexenal” se inauguró con el priismo, después de la revolución, fórmula que fue aún más eficaz y perduró grosso modo entre 1940 y el año 2000 (cuando el PAN conquistó la presidencia), casi el doble de tiempo que el Porfiriato. El “necesariato” tomó una pausa, aunque la intención permaneció siempre.

Se cuenta qué, hacia el final del cuatrienio de González, Porfirio Díaz fue a visitarlo a su despacho, donde le comentó que no tenía ambiciones para competir por la presidencia en 1884. Entonces, su amigo y compadre se habría puesto a buscar afanosamente en los cajones de su escritorio, lo que indujo a Díaz a preguntarle que qué es lo que buscaba. Se dice que entonces González le respondió: “Al pendejo que se lo crea, compadre”. Y es que el plan de reelección de Díaz se encontraba ya en curso, como la fatalidad de una verdadera aplanadora. El poder tiene un embrujo que parece caer y recaer fatalmente en la búsqueda de la reelección, sea directa o velada. Te lo digo Juan, para que lo entiendas Claudia.

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