Hoy se cumple un año del asesinato de los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora, en Cerocahui, Chihuahua. “Gallo” y “Morita”, como les apodábamos cariñosamente, murieron en el altar de la parroquia de San Francisco Javier tras intentar poner a salvo al guía de turistas Pedro Palma, perseguido por un conocido líder criminal de la zona que a la postre asesinó a los sacerdotes, y quien a su vez ya había privado de la vida al joven Paul Berrelleza.

Sabemos que los cadáveres fueron subidos a una camioneta y los jesuitas estuvieron, como tantas personas en nuestro país, desaparecidos. Días más tarde, los cuerpos fueron recuperados. La Iglesia y, con nosotros, muchos hombres y mujeres de buena voluntad exigimos justicia; no por ánimo de venganza sino porque ante un evento que rompió un relevante límite simbólico, era indispensable que el Estado impusiera sanciones legales. También demandamos seguridad con derechos para las comunidades indígenas rarámuri.

En marzo, se localizó sin vida a José Noriel Portillo “El Chueco”, presunto ejecutor del crimen. No hubo justicia, sino ajusticiamiento: el asesinato del perpetrador canceló la posibilidad de que sus actos tuvieran consecuencias, e incluso de que este joven, oriundo también de la periferia, se arrepintiera y pudiera redimirse. Los jesuitas lloramos también esta muerte, inhumanamente celebrada por más de una autoridad, e insistimos en que no luchamos para ese desenlace.

La tragedia se inscribe en la larga historia de compromiso con las y los descartados, que ha estado siempre presente en la identidad de la Compañía de Jesús. En el siglo XX, por mencionar sólo unos cuantos, fueron martirizados los padres Ignacio Ellacuría, Rutilio Grande y Miguel Agustín Pro. Junto al de “Gallo” y “Morita”, el testimonio de incontables jesuitas revela con rotundidad que nuestra apuesta por la justicia y la paz es radical.

En efecto, nuestra apuesta exige viajar hasta las raíces de nuestra realidad histórica y de nuestro interior para encontrar ahí, en ese fondo doliente, un fervor renovado por la justicia. Es radical porque implica comprender que el cuerpo de los asesinados —y también el de los victimarios— es nuestro propio cuerpo. La violencia no deja a nadie indemne; somos todas y todos quienes debemos asumir la tarea de pacificarnos.

Para confirmar esta apuesta, el Sistema Universitario Jesuita conferirá el día de hoy un Doctorado Honoris Causa al padre Francisco de Roux, jesuita y promotor de la paz en Colombia, donde encabezó la Comisión de la Verdad. Francisco ha dicho que “la paz es un acto de audacia” y ha llamado a acoger el dolor del prójimo. Su mensaje, que debemos replicar en México, surge de la experiencia de aquel país hermano y nos recuerda que la paz con justicia y verdad es posible.

Nuestro anhelo de revertir la violencia que impera en el país debe ser radical, como lo fue la apuesta de nuestros hermanos de Cerocahui. Al recordar a Javier y a Joaquín el día de hoy, recordamos a todas las víctimas del país; y al celebrar a Francisco de Roux, reivindicamos que México puede y debe poner en el centro del debate público la reducción de la violencia inhumana. Para ello, es necesario contar con políticas públicas basadas en evidencia, con empatía hacia las víctimas y que construya paz con justicia, derechos, verdad y memoria.

La verdad nos hará libres.

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