No estoy seguro de que la experiencia española nos sirva de aprendizaje porque las democracias, igual que las personas, tienden a cometer los mismos errores que sus semejantes. Podríamos aprender de las desgracias ajenas pero damos libertad a nuestras emociones y como decía el poeta: no mirando a nuestro daño corremos a rienda suelta sin parar, desque vemos el engaño y queremos dar la vuelta no ha lugar.

España tiene ahora un partido de extrema derecha que promueve, entre otras cosas, una carta para contener el comunismo y ha hecho de esa fantasmagórica propuesta un lema de campaña. El jueves pasado entrevistaba a Julen Rementería y le hacía ver el despropósito que significaba que una derecha democristiana (o conservadora, en el peor de los casos) con convicciones democráticas, pactara con esas fuerzas ultramontanas. Las reacciones de algunos panistas repudiando esa cercanía hablan de la inconformidad que hay todavía en el PAN, pero también de la falta de contención de las fuerza políticas centristas.

En muchas democracias contemporáneas la vida política tiende a polarizarse. El debate público se mueve a extremos reduccionistas y profundamente empobrecedores del debate público. Asustar a la gente con un anticomunismo ramplón es tan despreciable como argumento que no merece mayor glosa, pero es un síntoma de lo que ha ocurrido en el campo de la derecha española. Vox es una reacción, en sentido contrario, a los excesos de una izquierda ibérica que perdió por unos años el centro racional y, en muchos sentidos, también la lealtad constitucional.

El ascenso de Podemos, parte del independentismo catalán y los discursos de la nueva generación de izquierdistas fueron alimentando las retóricas de la intransigencia desde diferentes plataformas. Se aproximaron a tesis más propias de la izquierda revolucionaria latinoamericana que al núcleo conceptual de los socialdemócratas europeos. El corrimiento a la izquierda, por ejemplo, se hacía en nombre de la indignación. Su discurso era irritante y soberbio, porque hay una izquierda que habla desde una superioridad ética indigesta, acusan de todos los males al neoliberalismo como si en su haber no hubiese muerte, ruina, persecuciones y sectarismo. Se asumían como la voz del pueblo y si bien como parte de la coalición gobernante han fracasado, han incubado el huevo de la serpiente. Ahora la voz de los tenderos y la clase media reaccionaria, que es tan simplona y confrontadora como la de la izquierda indignada, suelta sus barbaridades desde la extrema derecha. Una cosa es consecuencia de la otra.

España es un país que tuvo, a diferencia de México, una generación de políticos extraordinarios que pactaron la transición. Le dieron a ese país cuatro décadas de progreso y modernización. En México, la transición se pactó con políticos mediocres y rencorosos que han venido regateando la conclusión del proceso de consolidación de la democracia y han hecho de la negociación de las normas electorales (y su acoso al INE) su monomanía.

España fue jubilando a los Felipe González, a los Miquel Roca, a los Manuel Fraga, a los Sartorius y a los Carillo, a los Guerra y a los Solana, para dar paso a personajes como Rufián, Junqueras, Carod Rovira, Iglesias y Montero que impulsaron retóricas extremistas. Es verdad que el radicalismo ganó mucho espacio después de la crisis del 2008 y la secuencia de un gobierno mendaz como el de Aznar y otro superficial como el de Zapatero. El resultado fue que el extremismo de izquierda alimentó el extremismo de derecha (puede ocurrir lo contrario). Los extremismos engendran siempre a su temible su contraparte. Ariel siempre tiene su Calibán. Por eso digo: viva la moderación.

Analista.
@leonardocurzio

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