La política mexicana ha regresado a su ecosistema favorito: las campañas. Ha quedado demostrado que para la nueva “mafia del poder” el énfasis está en la propaganda y la identidad. Frases cortas con distribución masiva y sentido de pertenencia cada vez más excluyente. Es sabido que desde que se instauró en este país el modelo de la “espotización” la mayor parte de los mexicanos consumen pocos contenidos informativos y buena parte de su información sobre lo que ocurre en el país -y su consecuente valoración sobre la situación nacional- depende de la publicidad. Por eso AMLO ha sido tan exitoso. Es sumamente eficaz en manejar un puñado de frases que repiten con insistencia el propio presidente, sus propagandistas y ahora (de forma lastimera) los aspirantes a sucederlo. Los estribillos se han convertido en jaculatorias.

Ahora que lamentamos el fallecimiento de Gilly, añoramos a una izquierda que problematizaba y debatía. Los cuadros formados en el marxismo y la izquierda más politizada descollaban en las polémicas y muchas veces arrinconaron a los voceros de la derecha, que con mucha dificultad formó cuadros elocuentes y lucidores en el debate público. Hoy por hoy, los más eficaces voceros del presidente son caricaturistas. No lo digo en detrimento de sus virtudes profesionales, simplemente ejemplifico que son la voz más potente del régimen después del presidente.

La propaganda se ha combinado además con la tendencia identitaria que muchos sociólogos han identificado en la política contemporánea como una perversión de las democracias. El político se asume como el representante del pueblo y define a los enemigos, los que no son como uno. En Europa y en Estados Unidos la política identitaria hace estragos. Los italianos dicen sentirse más italianos y los franceses también. Por tanto, excluyen a migrantes y a un sector amplio de su población que ha nacido en su territorio, pero según el canon de la política identitaria “no es un genuino francés o italiano”.

En México el presidente ha sido muy exitoso en definir a “los verdaderos mexicanos” de un lado y “los traidores y conservadores” del otro. No es un debate de ideas, es de identidades. Su problema hoy es que desde la lógica identitaria emerge con fuerza una aspirante a la que no puede, sin erosionar su palabra y autoridad moral, seguir descalificando. No puede negar que es indígena, mujer y que viene de abajo y que tiene sus propias ideas. Por tanto, los elementos identitarios que tanta fuerza le han dado a su movimiento podrían ahora volverse en su contra. Ésa es la paradoja de nuestros días. Por eso se les ve tan descolocados.

El oficialismo debería dejar en el cajón la simplonería identitaria y asumir el debate de ideas sin parapetarse en que todos sus críticos son racistas y clasistas por su corporalidad u origen. Ojalá que la política vuelva al cauce programático y no estemos discutiendo el origen francés, lituano o español de “las corcholatas” o que Xóchitl Gálvez tenga que recordar que ella no obedece al reclutamiento tradicional de la élite.

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