La percepción no mata la realidad, pero impide temporalmente que una franja amplia de la población se haga cargo de la misma. A través del juego de la intersubjetividad puede verse una situación favorable, allí donde los fundamentos se deterioran, o una desfavorable, allí donde hay más aullidos que lobos.

En el México contemporáneo las percepciones se bifurcan. El gobierno ve el presente con lente optimista e infunde esperanza a un sector amplio, en particular a los más desfavorecidos. Su lectura está mediada por la lógica de la campaña electoral permanente y las inseguridades de un político que durante años fue perseguido. Alude por sistema a una fuerza que se opone a su proyecto, sin reconocer que los problemas no están dotados siempre de una intencionalidad política. No todo lo adverso ocurre para pegarle a su gobierno. El mundo es más ancho que la manzana de Palacio. Pero desde allí se teje la percepción de una inagotable conjura.

Entre los críticos se desarrolla la percepción contraria: la del pacto servil de las élites y la reconstrucción del viejo PRI. Según ésta, los principales grupos económicos y políticos se han alineado con AMLO y cumplen la función foquil de aplaudir. No es fácil sostener esta teoría más allá de coyunturas y episodios específicos, como la operación tamal (TP01). Los empresarios han gestionado su agenda desplegando un factor cooperativo pero también inconformidad. Lo mismo ocurre con los medios. Es verdad que el mandatario es muy criticado, pero también goza de amplias y favorables coberturas de todo lo que dice y hace: ¿qué pasará cuando cambie la corriente como le ocurrió en su momento a Montiel o a Creel? ¿Podría AMLO sobrevivir a una cobertura no crítica, sino hostil? Probablemente sí, pero adiós niveles de popularidad que en gran medida se explican por la amplitud de su presencia mediática.

Entre el complot y el colaboracionismo hay un abanico de percepciones muy variadas. La realidad es que los números de aprobación le benefician y no ha llevado al país a una crisis de deuda. Que sea estridente y taladrador le ha servido, aunque supongo que, a fuerza de repetir lo mismo, llegará a saturar. Defiende a políticos impopulares (Gatell y Salgado), nombra a sus amigos embajadores sin ninguna consideración meritocrática (el poder es para poder), pero sigue cosechando triunfos como doblar a Monreal y a Madrid con el beneplácito de Quirino. Se declara contrario a la educación de calidad y a la meritocracia. Acabó con el INEE, lo hará con el CIDE y empobrecerá a las universidades públicas, pero no ha tenido un gesto que rompa, en definitiva, la institucionalidad y muchos creen que su agresividad contra el INE está motivada por causas justas, una de ellas, el combate a la corrupción.

La visión idílica del gobierno en este campo contrasta con Transparencia Internacional. El Presidente insiste (sin pruebas y aún contra las pruebas) en su erradicación. Pero la percepción (esa deidad que tanto lo ayuda para vender su narrativa) lo traiciona, pues México está más emparentado con Bolivia que con Chile y Uruguay: un país con fiscalías disfuncionales, baja recuperación de activos, amiguismo y nepotismo en la administración. No importa qué diga su testamento, su legado en materia de combate a la corrupción no parece ser muy cuantioso. El discurso del gobierno parece más bien una criptomoneda que solo adquieren sus fieles.

La corrupción sigue siendo percibida como un gallo diabólico al que toda la facundia gubernamental no le ha podido arrancar ni una pluma.

La percepción y la realidad hacen nado sincronizado.

Analista. @leonardocurzio

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