Las imágenes del colapso de Afganistán no son nuevas, el intervencionismo occidental siempre tiene el mismo desenlace, una guerra cíclica interminable, décadas de conflictos armados sin un ganador claro, sangre inocente derramada y miles de personas huyendo de un estado fallido que alguna vez fue su hogar.

La crisis afgana no sucedió de la noche a la mañana, ha sido el resultado de una pobre política exterior intervencionista de más de 50 años. Los soviéticos en los 70s, la OTAN y la coalición internacional en los 90s, la “Guerra contra el terror” de Bush en los 2000s y la lucha por la influencia en Medio Oriente por parte de Arabia Saudí, Irán, Estados Unidos, Rusia y China en la última década.

En 2001, Estados Unidos puso fin al califato más fundamentalista y radical de los últimos 100 años, mismo que con una interpretación política y ultra conservadora del islam, prohibía las libertades más elementales a mujeres, niñas y no musulmanes del país. Bush se vio en la necesidad de responder a un desafío imprevisto, ¿Qué hacer con el país después del talibán?

2 décadas después, 1 billón de dólares gastados, 40’000 civiles fallecidos, 64’000 militares afganos asesinados, comandos militares enfrascados en controlar interminables contrainsurgencias, ascensos de nuevos grupos armados, y nuevas operaciones militares a lo largo de la región, significaron una inestabilidad que 4 presidentes no pudieron solventar.

En 2017, agencias de inteligencia y diplomáticos en la zona aseguraban que el Talibán ya controlaba o influenciaba más de la mitad del territorio afgano y que existía la posibilidad de que el gobierno colapsara. Sin embargo, ignorando estas alarmas, en febrero 2020, Trump decidió dejar de lado al gobierno afgano, mismo que tomó 20 años sostener en el poder, para pactar directamente con los talibanes la salida de Estados Unidos del país. Declarando que Estados Unidos “no reconstruye países, únicamente mata terroristas”.

A un año del pacto, Joe Biden anunció que cumpliría con la promesa de su antecesor, retiraría a los 3’500 efectivos restantes del país antes del 11 de septiembre de 2021, argumentando que este “problema” terminaba con él y que ya era momento que los afganos lucharan por su país. A menos de un mes de este anuncio, Kabul es controlada por el Talibán, el presidente Ghani renunció y huyo del país, se evacuaron embajadas, y finalmente Afganistán colapsó.

Se podrá discutir a que presidente se debe de señalar, si fue correcto abandonar al país de esta manera, y si realmente se pensó que el gobierno afgano podría prevalecer. Lo que si se debe de condenar, es la manera en que Estados Unidos le está dando la espalda a millones de mujeres, niños y activistas aliados que al día de hoy temen por sus vidas al presenciar la consolidación del regreso del califato afgano.

La narrativa de Biden ignora los errores del pasado, al abandonar Afganistán, el país se convertirá en tierra fértil para nuevos grupos terroristas, como lo sucedido en Irak con Al Qaeda e ISIS, Sudan con Al Shabaab, Irán con Hezbollah y Hamás en Palestina. Cada uno de estos movimientos fundamentalistas islámicos llegaron tras un fallido intervencionismo occidental, tras años de ver como un enemigo extranjero les despojaba de su forma de pensar, despreciaba su cultura, su religión y asesinaba a su gente.

El Talibán, como muchos de estos grupos terroristas, son consecuencia de una catastrófica política exterior que ignora la voluntad de millones de personas. Son el resentimiento con el que nacen y crecen nuevas generaciones, hijos de padres oprimidos o asesinados por drones y militares, nietos que vieron sus primeros días en campos de refugiados. Generaciones que enfrentan una vida de racismo en sus nuevas ciudades occidentales, encontrando refugio y sentido de pertenencia en el discurso de grupos extremistas en redes sociales, manipulando su dolor, adoctrinando sus ideas y convenciéndoles de ser parte de una guerra “santa” contra ese mismo enemigo que invadió el país de sus padres y que los desterró de su hogar.

No basta con escudarse en la idea que los afganos no lucharon por su país, se debe de asegurar el bienestar de 300’000 mil personas desplazadas que buscarán asilo a lo largo del mundo.

Se avecina una nueva crisis de refugiados, ignorando que los mismos errores que se están cometiendo no hubieran sucedido durante los últimos 9 años en Siria. El califato Talibán no solo amenaza la existencia de miles de mujeres que lucharán hasta el último de sus días por sus derechos y libertades. También significará una nueva ola de desplazados que el mundo no está listo para enfrentar.

Estados Unidos debe de actuar de acuerdo a sus valores y principios, brindar seguridad a aliados que confiaron en un futuro que Washington les prometió y que al día de hoy ven desvanecerse. Las atrocidades de más de 70 años de intervencionismo en Medio Oriente no se borran con ayudar al pueblo afgano, pero si asumen responsabilidad y brindan esperanza a miles de personas que hoy ven sus vidas en gran peligro. El colapso de Afganistán es un hecho, pero las consecuencias generacionales aún pueden, y deben, ser prevenidas.

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