Vivimos tiempos de angustia y desesperación, tiempos de incertidumbre. Un encierro forzado, una cárcel impuesta sobre nosotros a la que sería locura oponerse, a la que no podemos apelar con ningún argumento racional: salir a la calle puede significar, no solo la enfermedad, sino la muerte. La angustia tiene diversas causas, una la indefinición temporal de la prisión: un mes, dos meses, 4 meses; algunos expertos nos han dicho que la normalidad tal vez no llegue antes del 2022: cómo vivir con esa amenaza.

Los habitantes del medioevo, o los indios de México que fueron devastados por las plagas traídas por los españoles, tenían algunas certezas sobre las causas y los remedios para la devastación causada por las pestes. De alguna manera Dios los castigaba por sus excesos. Los habitantes de Tenochtitlán tal vez se pensaron expiando sus pecados, pero sobre todo vivieron la desolación de sentirse abandonado por sus dioses.

Algunos habitantes del México actual, tal vez se sientan recibiendo algún castigo. Otros más bien sienten coraje, desesperación, angustia, o ganas de romper con el encierro. Pero la preocupación mayor nace del miedo al contagio, de la zozobra por el trabajo y el salario perdido, por el futuro de una economía severamente golpeada en sus fundamentos: el petróleo, la producción y el comercio interno y las exportaciones destinadas al mercado estadounidense, la drástica disminución de las remesas, la ausencia de un sistema de seguridad social para enfrentar los momentos difíciles como el que actualmente vivimos. No obstante, en algunos barrios pobres de la ciudad de México se ve a la gente haciendo su vida cotidiana. Tal vez allí aplica ese principio antropológico según el cual, cuando los riesgos son de una magnitud extrema, y la gente no se siente con posibilidad de enfrentarlos con éxito, prefiere ignorarlos, hacer como que no existen.

Algunos atribuyen la pandemia provocada por el Coronavirus a una revuelta o una venganza de la naturaleza, atribuyéndole a ésta conductas que son específicamente humanas. La naturaleza no participa de las pasiones humanas, no se venga de nada, somos los humanos, los seres de razón, los que alentamos el odio y la venganza. La que parece responder es más bien una naturaleza devastada, intervenida y en desequilibrio por la intervención utilitaria e instrumental de la acción humana, es esta naturaleza herida de muerte la que se expresa en las enfermedades que han asolado a los seres humanos recientemente.

Existen diversas explicaciones sobre la pandemia del coronavirus, sobre su poder devastador, la velocidad de su contagio y su alcance planetario. Dos parecen prevalecer. La primera se basa en las causas directas, explicando cómo se inició el contagio, la manera en la que el virus saltó a los humanos, sus intermediarios, etcétera. Las segundas se refieren a las causas más amplias, y trata de explicar la pandemia en el marco del funcionamiento de la economía y la sociedad en el periodo actual de la sociedad industrial moderna.

Algunos pensadores y analistas se enfocan pues en los lugares y en las causas directas del contagio: los mercados de carnes y alimentos frescos de Wuhan, la venta de animales vivos y, sobre todo, la venta y consumo de animales silvestres. Todo ello haría propicio el libre tránsito de agentes patógenos del mundo animal al humano, desencadenando los brotes de enfermedad que han asolado al mundo en los últimos años.

No obstante, la explicación no debe reducirse a estas causas directas. Los factores desencadenantes de este drama que hoy vive la humanidad tienen que ver con fuerzas y factores de mayor dimensión, tienen que ver con la fábrica misma de la moderna sociedad industrial, con la lógica de su funcionamiento, con los motivos que la animan y de sus valores más relevantes. Tienen que ver con el lugar que ocupan la naturaleza (humana y no humana) en el orden y la fábrica de esta sociedad.

En la sociedad moderna la naturaleza ha sido degradada a un simple medio, medio ambiente para los fines de la fuerza motora de esta sociedad: la economía, el capital, la producción de mercancías y el mercado. Esta degradación conduce a la muerte de la naturaleza. La convierte de ser materia generadora de vida, en materia muerta, materias primas, insumos para una incesante producción de mercancías baratas, que requiere de una naturaleza barata para que así, los grandes consorcios del mundo, puedan competir vendiendo productos a bajos precios, en un mundo donde las personas solo importan como consumidores.

El problema no es el gusto de los chinos, los mexicanos y cualquier otra sociedad por comer alimentos exóticos y animales silvestres. El problema es la masificación, la escala industrial y planetaria de la producción de alimentos animada por el simple lucro, en un mundo global e interconectado, para satisfacer una inmensa demanda internacional de carne: aves, ganado vacuno, ovino, porcino, etcétera.

No son pues, los animales silvestres los únicos trasmisores de agentes patógenos a los humanos, sino también aquéllos que se producen con las modernas tecnologías basadas en hormonas, antibióticos, anabólicos, etcétera, para abaratar tiempos y costos de engorda en las granjas agrícolas del mundo. Los animales son criados en condiciones de hacinamiento y maltrato, lo que se convierten en caldo de cultivo para virus y bacterias responsables de las crecientes enfermedades que hoy día afectan a la población mundial.

Vivimos un mundo profundamente intervenido y alterado por la acción humana. Un mundo en el que el valor más importante no tiene que ver con la moral, sino con la economía y el mercado, y este es el valor de cambio, la mercantilización de la vida, aún a costa de la sobrevivencia y bienestar del mundo humano y del no humano. Vivimos no solo en medio de una crisis civilizatoria, sino en una crisis de sobrevivencia que afecta a todas las formas de existencia planetaria.

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