En términos ambientales, el candidato triunfador de la reciente justa electoral, Joe Biden, es tan solo la materialización de una esperanza, y también de una quimera, un deseo colectivo de una parte importante de los ciudadanos estadounidenses y del mundo, que anhelan un mundo mejor, una posibilidad verdadera de detener el curso de la crisis ambiental, de la cual la del clima es tan solo una expresión. La esperanza de acabar con la pesadilla del presidente Trump se hizo consenso en la reciente elección y, en muchos aspectos, más que el sex appeal de Biden, se impuso el voto anti Trump.

La política climática internacional no va a cambiar sustancialmente con la llegada de Biden, los factores que desencadenan la crisis no van a ser removidos en el interior de Estados Unidos, mucho menos en el ámbito internacional, incluyendo a aquellos países que aprovechaban el show mediático clima escéptico del presidente Trump para justificar su inacción. En la mayoría de los países, el discurso pro ambiental encubre la sistemática y exitosa destrucción de la naturaleza y el indetenible aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero.

Hay muchas razones para imaginar este escenario, más realista que pesimista. En primer lugar, los planteamientos del presidente Biden para enfrentar la crisis y revertir los estragos de la era Trump, carecen de la voluntad, de la fuerza y el punch para afectar la fábrica de la crisis: la producción por la producción y el consumo por el consumo, de los cuales Estados Unidos es el santuario. En este sentido, hay algo que el presidente Trump no podría lograr hacer, ni Biden modificará. Esto es, la lógica económica que subyace a la política ambiental en Estados Unidos y el mundo. Ésta señala que una política ambiental convencional, reproductora del establishment, como son todas las políticas nacionales e internacionales, solo será exitosa si es primero económicamente exitosa.

Trump no pudo revertir el avance de la energía renovable, porque ésta es económicamente rentable, y permite márgenes de ganancia por encima de los que la industria del carbón hace posible, sin requerir de los inmensos subsidios de esta última. Las órdenes ejecutivas de Trump, que echaron abajo las medidas pro-ambientales del presidente Obama, no tendrán ningún efecto de largo plazo, y serán de nuevo sustituidas por las que reinstalará Biden y que, seguramente, tendrán continuidad en la medida que les sean funcionales al sistema.

La economía americana funciona mejor con las normas ambientales de Obama que con las de Trump, porque suma a los consumidores verdes, en lugar de alejarlos, legitimándose bajo la bandera del comercio verde, de toda la parafernalia del consumo ambientalmente amigable y sustentable, que no es sino parte de una gran simulación institucionalizada, que se basa en esa puesta en escena de un supuesto amor por la naturaleza y por la causa planetaria que, Ana De Luca, cataloga como parte esencial de una política ambiental del disimulo y del statu quo, la llamada eco-gubernamentalidad, una forma perfecta del ejercicio del poder llevada a cabo por un sistema de gobierno que reproduce y legitima la devastación de la naturaleza.

En segundo lugar, existe la falsa percepción de que todo consiste en firmar el mayor número de Acuerdos, para que la magia se produzca y los países dejen de emitir carbono y el buen clima florezca. La experiencia muestra lo falaz de este supuesto. Después de Kioto, todos los países aumentaron sus emisiones. No obstante, Estados Unidos que no lo firmó, bajó sus emisiones en el sector eléctrico entre 2008 y 2015, por la reconversión a gas natural que, aunque altamente contaminante, resultó bajo en carbono.

Desde la firma del acuerdo de París en 2015, las emisiones no se han detenido, los países no avanzaron hacia metas más severas en el 2019 en Madrid como se esperaba y, las que pudieran proponer en 2021 en Glasgow, con el liderazgo de Estados Unidos, solo serán promesas, porque así fue instituido en París, dado el carácter voluntario del Acuerdo. La crisis derivada de la pandemia legitimará cualquier aplazamiento de los objetivos de la política climática. En los hechos, de retomarse las políticas internas de Obama, y ante la próxima

ratificación de los compromisos de Estados Unidos en París en 2015, será este país el único que tendría posibilidades reales de cumplir con sus metas y ofrecimientos.

Tercero, el éxito o fracaso del Acuerdo de París no estuvo en juego por la salida de Estados Unidos y las bravuconadas de Trump. De hecho, la salida de este país solo fue real al día siguiente de la elección, el pasado 4 de noviembre, lo cual se revertirá en enero próximo, cuando el presidente Biden haga entrar a su país de nuevo al Acuerdo. Estados Unidos representa alrededor del 17 por ciento de las emisiones globales de carbono; el resto del mundo, que es responsable del restante 83 por ciento, está haciendo menos que lo que hizo Estados Unidos en los últimos cuatro años. Muchos gobiernos de países, tanto desarrollados como no desarrollados, aprovecharon la salida de Estados Unidos y el show climate change denier de Trump para justificar su inacción, pero en los hechos venían haciendo muy poco o nada para cumplir con sus compromisos; lo mismo seguirán haciendo en la era Biden.

El problema no es solo que el Acuerdo de París sea de carácter voluntario; hay algo de más fondo, y esto es que aun cuando fuera obligatorio, como lo fue Kioto, ningún país acepta la fiscalización y la vigilancia extranjera para asegurar el cumplimiento. Ni a Naciones Unidas y a nadie le importa nada lo que ocurre en el interior de cada país después de la firma; prácticamente se aceptan los reportes y las comunicaciones oficiales nacionales de manera acrítica. Mientras tanto, las emisiones aumentan, el planeta parece calentarse cada vez más, y las metas de estabilización del aumento de la temperatura promedio del 2 C, se muestran en toda su irrealidad.

Cuarto, las causas de la crisis climática son estructurales, nacen de la fábrica misma y del motor que mueve a la sociedad industrial moderna: la economía y el sometimiento de la naturaleza al mercado, a la competencia de los bloques económicos que gobiernan la economía mundial, regido todo por una incesante producción y consumo, cuya lógica no es la satisfacción de las verdaderas necesidades humanas, sino las de la economía, el mercado y los bloques económicos, es decir, la rentabilidad y la ganancia. Si esto no se mueve,

la política internacional del cambio climático seguirá siendo lo que hasta ahora: una gran representación teatral, una mera puesta en escena para ocultar la inacción.

Es ilusorio suponer que la llegada de una administración, de un nuevo partido, cambiará sustancialmente los principios económicos y políticos que rigen la política internacional del cambio climático. En Estados Unidos, tanto el partido republicano, como el demócrata, son férreos defensores del libre mercado y del uso instrumental de la naturaleza humana y no humana, comparten un mismo interés, una misma filosofía: hacer sustentable la competitividad de la economía estadounidense ante el resto del mundo, no hacer sustentable la vida planetaria; y en esto, coinciden también la mayor parte de los países del mundo.

Centro de Estudios Críticos Ambientales

Google News

TEMAS RELACIONADOS