El año que ha trascurrido desde que se detectó el primer caso de SARS-CoV-2 en el planeta sólo puede calificarse como un año sin parangón en nuestras vidas. La COVID-19 nos cambió las rutinas, mostró solidaridad y capacidad de resiliencia. También, ocultó las sonrisas, nos convirtió a todos en vulnerables, puso en jaque al sistema sanitario y profundizó, en muchos casos, las desigualdades y la violencia en nuestra región.

Son tiempos difíciles: la COVID-19 ha impactado la vida, la salud y los medios de vida de millones de personas alrededor del mundo. Sin embargo, el golpe ha sido doble para aquellas poblaciones que ya estaban en situación de vulnerabilidad o afectadas por la violencia: migrantes, desplazados, familiares de personas desaparecidas, personal de salud, comunidades con presencia de grupos armados y personas privadas de libertad. Todas ellas, categorías prioritarias para el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en México y América Central.

El coronavirus se sumó a la violencia, ese otro virus que consume a muchas de las comunidades en las que trabajamos. En algunas zonas incluso se fusionaron facilitando la desigualdad, la extorsión y la discriminación. Y como si el impacto de la COVID-19 y la violencia no bastaran, los huracanes Eta e Iota sumaron vicisitudes en varios países de América Central y en menor intensidad en el sur de México.

La combinación de la violencia que no cesa, de la pobreza, la desigualdad existente, la crisis económica generada por la COVID y la devastación de los huracanes, podría provocar que en el 2021 muchas más personas no tengan más alternativa que abandonar su comunidad y desplazarse hacia centros urbanos o hacia otros países y enfrentar los peligros de la ruta migratoria. También aumentan las posibilidades de que numerosos jóvenes se integren a la violencia como medio de vida o única alternativa para sobrevivir, alimentando así esta espiral.

Ahora las esperanzas para hacer frente a la pandemia por la COVID-19 están puestas en las vacunas, pero es vital que sean distribuidas de forma gratuita, universal, sin discriminación y que lleguen a las poblaciones en mayor situación de precariedad. Los Estados deben incluir en sus planes de vacunación a personas migrantes, desplazadas, privadas de la libertad y habitantes de comunidades aisladas. Nadie estará a salvo hasta que todos, sin excepción, estemos a salvo.

Para la otra epidemia, la de la violencia que acecha a comunidades que ansían vivir en entornos más seguros, saludables y humanos, sacar adelante a sus familias o encontrar a sus seres queridos desaparecidos, no hay vacuna pues se requiere de soluciones más estructurales. En la mayoría de los países de la región en los que el CICR está presente, hubo una disminución en el número de homicidios, en parte debida a las restricciones de movimiento y confinamientos. Sin embargo, las tasas todavía son alarmantes, como lo son también las de desaparición, desplazamiento y migración causadas por la violencia.

Contra el virus de la violencia solo queda trabajo constante a corto y largo plazo en busca de soluciones articuladas con las autoridades, las instituciones y los mismos beneficiarios para lograr un efecto ampliado y hallar alternativas duraderas que contribuyan a romper el círculo de violencia y sufrimiento.

Contra el virus de la COVID-19 empezamos a ver la luz al final del túnel gracias a las vacunas, pero nunca saldremos de la oscuridad si no son accesibles a todos. En nuestras manos está que las vacunas acaben con la epidemia o que solo sirvan para generar nuevas desigualdades y convertir a la COVID en otra enfermedad de pobres.

Por Jordi Raich, jefe de la delegación regional del Comité Internacional de la Cruz Roja para México y América Central.

 

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