Esta cuarentena, que ya más bien rebasa los 150 días, será la máxima prueba de supervivencia que enfrentemos todos los seres humanos que la vivimos. Y lo digo porque no sólo está en juego la vida, sino también los sueños, las relaciones, el porvenir y nuestra propia humanidad, como sensibilidad compasiva ante las desgracias ajenas.

En los últimos meses, hemos atestiguado todo tipo de escenas, desde las más conmovedoras —como la de la cuidadora que animaba a su paciente con Alzheimer a salir al balcón de su apartamento a tocar la armónica minutos antes de las 8 de la noche, hora en que los madrileños aplaudían diariamente al personal sanitario desde sus respectivas ventanas y terrazas, para que pensara que lo ovacionaban a él—, hasta las más ruines —entre éstas, las de hospitales quemados en poblaciones donde no quieren enfermos cerca, o las de tantos médicos desalojados de sus viviendas—.

Hace unos días, tras el prolongado encierro, un buen amigo y su esposa salieron a correr al sur de la Ciudad de México. Llevaban cubrebocas y guardaban la máxima distancia posible de la gente que se topaban. Saltaban de acera a acera, me cuenta, con tal de no pasar cerca de nadie.

Sin embargo, en su camino de regreso, en la colonia Chimalistac, encontraron a un hombre mayor tirado en el camellón. Sin pensarlo, ambos se apresuraron hacia él.

Él le tomó una mano, ella la otra y le preguntó si quería tratar de ponerse en pie. Le escurría sangre cerca del ojo derecho y tenía un golpe en la frente. Enseguida, se acercaron los señores del camión de la basura para ayudar también, pero el hombre —de unos 75 años de edad— prefirió esperar sobre la tierra a recuperarse.

Se notaba desorientado, aunque luego les dijo que vivía a unos metros (hasta donde lo acompañaron). Su cubrebocas quedó todo sucio en el suelo. Tropezó con una de las protuberantes raíces de los árboles que engalanan este pacífico enclave, entre San Ángel y Coyoacán, y su rostro fue a dar peligrosamente contra el tocón de un árbol cortado. De milagro, no le dio de lleno en el ojo.

Milagros, más milagros, son lo que necesitamos. Y no tanto de los que son obra de la casualidad, sino de los que construimos entre todos: más personas dispuestas a ayudar a otras, más gente sensible y con la voluntad de persistir en lo suyo, más deportistas tenaces, artistas, empresarios y trabajadores sensatos, líderes que —más allá de votos— busquen el bien común. Porque la prioridad siempre será la vida. Y, después, la vida.

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