Es irrefutable: los seres humanos poseemos magia. La cosa es descubrirla, saber cuál es la nuestra, tener claro qué nos vuelve espectaculares.

Me refiero a los talentos, a ese arte oculto que nos distingue a cada uno, al don que nos lleva a atraer las miradas, a aparecer incluso en portadas, a que nuestro nombre se propague de boca en boca o —simplemente— a sentirnos plenos. El encanto, el hechizo, el atractivo, la sustancia.

La magia existe, no cabe duda. La cuestión es cuánto dura.

Después de su “River Of Dreams“, que lanzó hace más de 31 años, Billy Joel no volvió a componer más (apenas hace unos meses, por el mero placer, se atrevió a sacar un nuevo sencillo, y quizá para demostrarse que aún guardaba un poco de esa sustancia en sus adentros).

Como no lograba alcanzar la calidad y el poder de su vasto catálogo de éxitos, decidió parar y dejar la composición ahí, para dedicarse ya únicamente a dar conciertos. Una determinación bastante honesta para alguien que respeta su propio nombre y desea mantener su prestigio en lo más alto, no como tantos artistas que han perdido el toque fantástico y continúan publicando discos por el mero negocio (Bono, ¿estás ahí?).

No es una ley, pero sí una indiscutible posibilidad, que la genialidad de los artistas va desapareciendo con los años. Y qué decir del deporte, la disciplina donde el tiempo merma con mayor crueldad a sus grandes exponentes. Por todos es sabido que la vida profesional de un atleta de alto rendimiento no suele durar demasiado. Es tanto el desgaste que, por eso, las grandes figuras deportivas son estrellas fugaces.

De ahí que lo del domingo en el Maratón de Londres haya sido asombroso, increíble, casi paranormal: la reaparición del rey del atletismo, del espectacular Kenenisa Bekele.

A sus 41 años, y ya considerado dentro de la categoría master —es decir, la de los corredores veteranos que superan la edad media normal de los deportistas de élite—, el etíope se atrevió a romper el ritmo de la carrera y dejó atrás a sus jóvenes connacionales y también a los kenianos. Acabó llegando segundo, pero lo suyo fue un auténtico acto triunfal que lo debería teletransportar a París, su último sueño olímpico.

El domingo también sucedió otra proeza: Peres Jepchirchir, de Kenia, impuso un nuevo récord femenil en los 42 kilómetros: dos horas, 16 minutos y 16 segundos. Lamento no dedicarle más líneas, pero el espacio se ha agotado, a diferencia de la magia de Kenenisa, que es para quitarse el sombrero.

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