Durante décadas, en el mundo, se consideró al Estado como un mal administrador. Bajo el mantra de la eficiencia económica del sector privado se vendieron cientos de empresas públicas, no sólo en México. La “ola” fue internacional. El mercado se convirtió en un dios que prometía hacer crecer a las economías del mundo y abatir la pobreza. Los libros de texto siguen hablando de los “teoremas del bienestar” que sostienen que el mercado maximiza el bienestar de toda la población. Las crisis internacionales que hemos vivido a partir del retiro del Estado en la rectoría económica del país, así como la escandalosa concentración de la riqueza en pocas manos y el crecimiento del número de pobres muestra que el mercado es un dios que falló.

Sin embargo, pocos lo ven y muchos se niegan a verlo. Envueltos en el manto del libre mercado se ha permitido que diversas empresas internacionales arriben a países en desarrollo, con marco jurídico frágil, en ocasiones con legislación ambiental inexistente y donde los derechos de la población autóctona muchas veces no son tomados en cuenta. Un extremo adicional es que las decisiones de política económica dependen de lo que dicten las agencias calificadoras, como Moodys, Fitch entre otras, en pocas palabras, las decisiones de política económica se han trasladado a Wall Street.

En el sector energético, existen estudios internacionales, como el de Sharon Beder en su libro Energía y poder: la lucha por el control de la electricidad en el mundo que muestra, mediante un exhaustivo estudio, el proceso de privatización y desregulación —ausencia de controles estatales en el funcionamiento del mercado— en los Estados Unidos, el Reino Unido y Australia, preguntándose: ¿Cómo convencieron los grupos de interés a los gobiernos y diseñadores de políticas públicas de que la privatización era algo de por sí benéfico y necesario, sin un análisis mayor de sus consecuencias?

La autora sostiene que las empresas eléctricas privadas y sus socios comerciales, particularmente los bancos, “han seguido desempeñando un papel importante para dar forma y dirección a la industria de la electricidad, y lo han hecho desde principios del siglo XX, cuando J. P. Morgan controlaba la General Electric. Los bancos son los inversionistas principales en las empresas de energía, y sus ejecutivos pueblan los consejos directivos de éstas. Han aportado asesoría sobre esquemas de privatización y han ayudado a elaborar legislaciones de desregulación en todo el mundo” (Beder 2005: 696-697). Como resultado en los países investigados se señala el desarrollo de un arsenal de estrategias políticas, campañas masivas de desinformación y propaganda; elaboración de trabajos de investigación especializados (think tanks) para construir y divulgar fundamentos racionales que las favorecían; coordinación de empresas dispares, instituciones financieras y equipos de especialistas para la insistencia continua en que los precios de la electricidad se reducirían; la satanización de las intervenciones por parte del gobierno y la descripción distorsionada de la actuación de las autoridades en materia de energía, incluso sobornos. Todo ello, para tomar el control de los sistemas eléctricos. Además de encontrar en las teorías económicas neoclásicas y el liberalismo, una manera de dar mayor legitimidad a las fuerzas libres del mercado, con una descripción idealista de su funcionamiento, e incrementar el potencial para generar utilidades respectivamente.

La autora muestra “cómo los intereses privados se las han arreglado para lograr que la privatización y la desregulación de la electricidad sean consideradas como sabiduría aceptada ante los poderes Ejecutivo y Legislativo, sin importar la preocupación popular y, en muchos países, oponiéndosele francamente” (Beder 2005: 50) formando mercados y beneficios adversos al bien público y a las comunidades, corrompiendo instituciones y afectando el estado de derecho, como fue el caso de Detroit a finales del siglo XIX, Cleveland y Massachussets a principios del siglo XX, hasta el llamado “desastre californiano” de inicios de este siglo XXI.

Al promover la libertad de individuos siguiendo sus propios deseos con una mínima o nula interferencia u obstaculización de las comunidades, el liberalismo económico se convirtió en la filosofía contraria a la intervención o reglamentación de los gobiernos. Esto lleva, según Beder, a poner “el énfasis en la idea de libertad del individuo para ganar dinero en vez de liberarse de la opresión, la explotación y la pobreza” que engendran formas de erosión social y malestar común —inseguridad, violencia, impunidad y corrupción— claramente opuestas a las necesidades actuales de integración social. De ahí que la autora concluya que sea más una estafa que una evolución racional de los sistemas eléctricos.

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