La primera gestión de Ignacio Chávez como rector fue exitosa en reposicionar a la UNAM a nivel mundial y en replantear su vocación social. Con estos resultados sobre la mesa, en 1965 la junta de gobierno lo reeligió para otro periodo de cuatro años. Poco sospechaba que las circunstancias políticas reducirían este mandato.

La defensa de la autonomía universitaria, así como su negativa a censurar al director de la Facultad de Derecho, César Sepúlveda —a quien su rigor le costó el repudio de un sector del alumnado—, le ganó la antipatía por parte del presidente Díaz Ordaz. La relación de mutuo respeto que había existido durante los años de Adolfo López Mateos estaba extinta. El cardiólogo no pertenecía a la camarilla con la que contaba el Ejecutivo para controlar la universidad.

Con esto, el rector no reculó, se mantuvo inflexible con su visión académica. El mismo año de su reelección participó en la sesión plenaria de la Sociedad Internacional de Universidades, donde refrendó sus posturas: “Hemos aprendido por dura experiencia, que no basta con lanzar profesionales de probada capacidad técnica si al mismo tiempo no llevan una sólida vertebración moral […] si no arraiga en ellos la convicción más íntima de que el saber adquirido deben ponerlo al servicio del hombre, de su país y de la humanidad entera […] Este concepto del deber universitario, que a menudo desacreditan los demagogos, no es, como se ha creído, una verdad de nuestro tiempo. Ha sido una verdad eterna”.

Ángel Gilberto Adame
Ángel Gilberto Adame

Para este propósito era indispensable establecer mecanismos de selección estrictos tanto de alumnos como de catedráticos. Dirigiéndose al profesorado, pronunció: “La Universidad, repito, ha hecho ya la parte que le corresponde […] Espera que ustedes hagan la parte suya: el trabajo tesonero, el espíritu entusiasta, la voluntad firme, y que cuando regresen a sus escuelas vayan inspirados en la misma mística que a nosotros nos guía […] la de ofrecer honradamente una enseñanza que merezca el calificativo de superior”.

El 4 de febrero de 1966, Chávez Sánchez ofreció unas palabras por el nuevo ciclo escolar, donde, cómo era tradición, estaría el primer mandatario. El acto, no tenía manera de saberlo, sería el último que daría en el cargo. Insistió en encontrar un balance entre la expansión de la matrícula y la necesidad de controlar los nuevos ingresos: “La admisión sin límites […] aparte de ser un imposible físico, sólo serviría, ahogados como estamos por la plétora de alumnos, para abatir los niveles de la enseñanza y despeñar a la Universidad en el fracaso. Por otra parte, el rechazo ciego, indiscriminado, que condenara a la frustración a jóvenes que hubiesen demostrado capacidad para seguir los estudios superiores, sería una forma de suicidio nacional”.

El discurso concluyó exhortando a los universitarios a “realizarse a sí mismos ayudando a realizarse a los demás. No contentarse con el perseguir el éxito […] sino ayudar a la exaltación jubilosa del mundo que nos rodea. Bajo la inspiración de esa mística, la Universidad Nacional se adentra en el futuro”.

Este era un punto de quiebre con quienes se aprovechaban de la demanda de educación superior para crear conflictos donde sus intereses lo ameritaran. Díaz Ordaz, quien ponía atención desde el presídium, notó cómo la agenda del rector chocaba con la suya. Es quizás en este momento que tomó la decisión de sacar a Chávez Sánchez de la rectoría. El 27 de abril habría de lograrlo en un episodio infame para la UNAM.

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