Hacia el cierre del último debate presidencial, Donald Trump soltó otra más de sus típicas expresiones, un menjurje de su inopia intelectual y su xenofobia. El mandatario aparentemente pretendía hacer referencia a la situación dizque halagüeña prevaleciente en el país antes de la pandemia de COVID-19, y lanzó un “antes de que llegara la plaga”, en clara alusión a lo que él ha llamado el ‘virus chino’. Además de la mofa generalizada, proveyó el encuadre ideal para esta columna, la última que escribo -con inquietud y con el fantasma del 2016- cara a los comicios estadounidenses en seis días.

Con la plaga para la democracia -la estadounidense y la de otras naciones- que Trump ha encarnado, ¿podremos volver a la normalidad alguna vez? ¿O ha cambiado éste de manera permanente la vida política de Estados Unidos? ¿Cuál era la normalidad política en Estados Unidos, y si Biden derrota al presidente, cómo será la “nueva normalidad”?

En un mundo normal, para empezar todo candidato presidencial se vería obligado a divulgar sus declaraciones de impuestos, tal y como se ha venido haciendo siempre -con la excepción, claro está, de Trump- de forma voluntaria en Estados Unidos. Como respuesta, hoy ya son 20 estados los que están considerando hacer que la publicación de la declaración de impuestos sea un prerrequisito para poder figurar en la boleta. Si un estado llega a aprobar dicha legislación, creará un precedente legal y un efecto cascada en el resto del país. Un presidente normal no rompería normas y principios democráticos torales, como lo hizo Trump cuando se negó a decir que aceptaría los resultados de las elecciones o que no se comprometería a una transferencia pacífica del poder; tampoco se dedicaría a alimentar la polarización o a grupos y milicias supremacistas blancas y a justificarlas con falsas equivalencias. Mentir persistentemente sobre temas grandes y pequeños tampoco jugaría un papel en una presidencia mínimamente normal. En su conteo más reciente de septiembre, el Washington Post observó que durante su gestión, el presidente ha hecho más de 20,000 declaraciones falsas o engañosas hasta esa fecha. Solamente en el transcurso de la semana del último debate con Joe Biden, el verificador de datos de CNN registró la friolera de 66 mentiras pronunciadas por Trump, y en la entrevista en el programa de ‘60 Minutes’ el domingo, el mandatario hizo 16 aseveraciones falaces. Un presidente normal recurriría a la empatía de vez en cuando, pero Trump es congénitamente incapaz de sentirla, especialmente por las más de 200,000 personas que han muerto de Covid-19 en su país. Y será difícil encontrar un presidente normal que jamás haya desarrollado planes de política pública para tema alguno, incluyendo para una pandemia que ha asolado económica y epidemiológicamente a su nación. Un presidente normal tendría alternativas de política pública y de legislación antes de querer borrar y revocar sin ton ni son -y motivado por tirria- políticas, leyes y programas de su predecesor. Un presidente normal, Demócrata o Republicano, probablemente no estaría enamorado de una cofradía de dictadores y líderes autoritarios en el mundo y se abstendría de insultar a aliados y socios de Estados Unidos. Un presidente normal no habría retirado al país de múltiples acuerdos internacionales como el Acuerdo de París o de organismos multilaterales como la OMS en medio de una pandemia global. Un presidente normal no decidiría retirar tropas estadounidenses de países aliados alrededor del mundo sin consultar a las fuerzas armadas y tampoco alabaría a éstas en público para luego insultarlas en privado. Un presidente normal no estaría obsesionado con compararse todo el tiempo con Abraham Lincoln o Winston Churchill, sobre todo cuando quiere desviar la atención de su racismo y de su vandalismo diplomático.

Un potencial regreso a un semblante mínimo de normalidad -y reitero que no hay que olvidar jamás que Trump, más que la enfermedad, es un síntoma- dependerá de cómo se decanten las tendencias registradas en las últimas semanas de la campaña general. Biden mantiene al cierre de encuestas un promedio de 9.1 puntos porcentuales sobre Trump en los sondeos nacionales, y ventajas estatales que van desde 7 hasta 1.1 puntos porcentuales en los seis estados bisagra clave que definirán en 2020 al ganador del colegio electoral y en los que Trump ganó en 2016. Es más, en dos sectores socio-demográficos clave, los datos son alentadores para Biden. De entrada, Trump solo trae ventaja clara con votantes blancos sin educación universitaria por un margen de 23 puntos. Sin embargo, esa brechacon un sector determinante del voto duro trumpiano es menor a la que disfrutaba sobre Clinton -37 puntos porcentuales- a una semana de los comicios de 2016. Y a diferencia de 2016, Biden va por delante de Trump entre mujeres blancas suburbanas 52 a 43%, un sector clave que explica la derrota de Clinton entonces. Y la votación anticipada – de 59 millones de votantes y que ya superó a estas alturas los números de 2016- parece estar favoreciendo al ex vicepresidente. Pero a la vez y a contracorriente, en las últimas dos semanas la proporción de blancos sin educación universitaria mayores de 30 años que han acudido a registrarse como republicanos para votar en los estados bisagra clave ha aumentado en 10 puntos en comparación con octubre de 2016, y hay señales relevantes de activismo político por parte de ciudadanos pertenecientes a este sector sociodemográfico que no habían votado en elecciones anteriores. Y de la mano con esto, Trump ha recuperado un poco de terreno en las encuestas a nivel estatal en los estados bisagra clave en la última semana.

No hay duda de que nunca hemos visto un presidente como el actual y que el fenómeno Trump surge de una nación fracturada y tribalizada. Pero Estados Unidos en 2020 es un país que ansía la normalidad, tanto en su vida cotidiana, transformada por la pandemia, como en la política, turbocargada por el nihilismo de Trump. La pregunta es, ¿tendremos otros Trump más en el futuro de EE.UU? Si es que Trump ya no es presidente en febrero de 2021, ¿sus sicofantes y facilitadores en el Partido Republicano comenzarán a actuar de manera más responsable? ¿O se convertirán en una caterva de versiones “Mini-me” de Trump? Y muchos ansiamos un Verdún, un “no pasarán”, una primera derrota que como pieza de dominó empiece a revertir -o por lo menos a neutralizar- la ola de populistas, demagogos y chovinistas en otras regiones del mundo. El próximo martes y los días subsecuentes determinarán algunas de las respuestas a las preguntas planteadas aquí y a interrogantes que son y serán cruciales para la democracia estadounidense, así como para la democracia liberal en el resto del mundo.

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