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Washington.- Nadie esperaba que 2020 fuera así. Estaba listo un mapa en blanco, los analistas políticos sacaban la bola de cristal, se recitaba de seguidilla el nombre de cuatro estados (Iowa, New Hampshire, Nevada y Carolina del Sur). Estados Unidos se preparaba para una elección presidencial que, para todo el mundo, iba a ser histórica, definitoria del presente y el futuro del país, clave para entender si el trumpismo había llegado para quedarse o había sido una falla del sistema.
Pero llegó el Covid-19 y todo cambió. No sólo las normas sociales y culturales sufrieron un vuelco: todas las previsiones se hicieron añicos. Ya nadie presta atención al proceso electoral, concentrado en encontrar una salida a una crisis pandémica con muertos que se contarán por decenas de millares.
Cuando Estados Unidos despierte de la pesadilla del Covid-19, los comicios todavía estarán ahí, esperándoles, como si fuera el dinosaurio de Monterroso, con una fecha exacta, el 3 de noviembre, prácticamente inamovible.
La preocupación por el cambio del día electoral, que algunos demócratas intentaron infundir para elevar la imagen de déspota autoritario del presidente, es totalmente infundada.
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Modificarla significaría cambiar una ley de 1845 —la que dice que una elección debe realizarse el martes luego del primer lunes de noviembre—; de hacerlo, y es altamente improbable y complejo, el calendario es extremadamente limitante: la Constitución, en su vigésima enmienda de 1933, ordena que el Congreso tiene que constituirse el 3 de enero y el presidente tomar posesión el 20 del mes.
“Este país ha celebrado elecciones cuando estaba en conflicto, durante la Guerra Civil, y deberíamos celebrarlas ahora”, dijo en 2004 Condoleezza Rice, la entonces asesora en Seguridad Nacional del presidente George W. Bush, cuando se tanteaba la opción de un cambio electoral ante una supuesta amenaza terrorista, elevada tras la pesadilla del 11-S.
El virus sí ha cambiado, sin embargo, las fechas de todo el proceso. Una veintena de estados han modificado sus primarias para evitar aglomeraciones que pongan en riesgo la salud pública, y el único que de momento lo mantuvo sin alterar, Wisconsin, lo hizo tras una feroz batalla judicial y con críticas alarmadas por el peligro en la que puso a miles de personas.
La pandemia también ha obligado al Partido Demócrata a posponer un mes (de julio a agosto) su convención y se está analizando seriamente hacerla “virtual”, a pesar de perder la mística y el tradicionalismo histórico.
Los estrategas dudan mucho sobre qué hacer, especialmente por el tema de imagen: si los demócratas hacen una convención sin público y, en cambio, los republicanos reúnen 40 mil personas en un estadio jadeando a su líder una semana después, coronando a Donald Trump sin discusión ni plantearse ni un segundo cancelar su reunión, la sensación de debilidad será aplastante.
La crisis también ha afectado en el devenir de las primarias demócratas, que han acabado esta semana por sorpresa con la retirada del senador Bernie Sanders de la contienda. Desde 2004 que el proceso de selección no terminaba tan temprano en el ciclo electoral, en gran parte marcado por el contexto de la pandemia.
La enorme tracción del exvicepresidente Joe Biden, protagonista de un enorme milagro político, se presentaba imbatible; las opciones de votar por la “revolución” socialdemócrata, con el mundo sumergido en el caos, se vislumbraba utópica.
Biden nunca fue el que más recaudó, ni el que más gente acumulaba en sus mítines, ni el que más energía despertaba, ni el de mejor oratoria, ni tan siquiera el que transmitía más ilusión. Ninguno de los factores que tradicionalmente definen a un candidato presidencial en Estados Unidos estaba en él. Sólo contaba (y cuenta) con uno: el favor de la maquinaria del partido, el tan recurrido establishment.
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Ahora Biden tiene que luchar contra la invisibilidad provocada por el virus, que le ha cerrado unos espacios mediáticos colapsados con cifras de muertos, opiniones de expertos epidemiólogos y las normativas, órdenes y decretos de los gobernadores y alcaldes hacia sus conciudadanos, políticos que pueden demostrar sus habilidades ejecutivas, mientras Biden está confinado en su sótano convertido en plató para transmisiones por internet.
Su único espacio asegurado en las portadas, Covid-19 mediante, será cuando haga el anuncio de la mujer que le acompañará en el tándem electoral, su elegida para ser la próxima vicepresidenta, un cargo que él desempeñó durante ocho años. En la lista hay una decena, confirmó el propio Biden. Es la intriga que queda en el proceso.
Eso y la espera hasta la reaparición de Barack Obama en el circo mediático. El triunfo de Biden desata por fin las cadenas del expresidente, deseoso de salir de su silencio de más de tres años. “Llegó la hora”, tuiteó Doug Landry, exasesor de Hillary Clinton. “¡Suelten al superrepresentante!”, exclamó, acompañando una imagen de Obama vestido de Superman.
El expresidente ha estado presente en la mente de todo el mundo en el mandato de Trump y Biden ha explotado su imagen de “chico Obama”, iniciador del fuego de la melancolía nostálgica, de la saudade nunca superada y magnificada tras el varapalo de la victoria de Trump: su plan es volver atrás, como si el actual gobernante hubiera sido un error del sistema.
Desde el inicio de la pandemia, y de forma muy sutil, Obama ha tuiteado casi diariamente. Y, de paso, volviendo a estar presente en el debate público, insuflando sombra al contexto político y haciéndose presente.
Trump, después de derrotar a la maquinaria de los Clinton en 2016, tendrá ahora delante la coalición de los Obama; sin embargo, el contexto histórico le guarda un plan diferente al que esperaba. “Le dije [al presidente Donald Trump] que su rival ya no es Joe Biden. Es el virus”, confesó el senador republicano Lindsey Graham.
Para muchos, el éxito electoral de Trump tendrá que ver más con su gestión y consecuencias del virus que de la pugna electoral contra su rival demócrata. Si bien los demócratas tendrán difícil plantear temas como cambio climático, la reducción de deuda estudiantil o el control de armas, que quedarán en un segundo plano, Trump se lo tendrá que jugar todo a una única carta.
Para desgracia del presidente, al SARS-CoV-2 no puede atacarlo ni insultarlo ni ponerle un nombre denigrante. No es baladí que le haya tomado el gusto a citarlo como “el enemigo transparente”, después de recibir críticas muy serias cuando durante unos días insistió en denominarlo “virus chino”, elevando su figura racista e incluso amagando un grave problema diplomático y geopolítico.
Lo único que ha explotado es pasar la culpa de su mala gestión y respuesta a un factor externo, precisamente China. La tracción de esa estrategia, dejando de lado los altavoces ultraconservadores, ha sido ninguneada ante la gran crisis social que ya vive el país.
También ha tenido críticas para gobernadores demócratas, para los medios de comunicación, e incluso ha vuelto a poner en duda a la ciencia desoyendo a sus asesores científicos.
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“La aproximación de Trump es muy estúpida (...) Apela a su base e intenta pasar la culpa a través de un racismo grosero, sin tomar en consideración las consecuencias internacionales a largo plazo del virus, que tiene potencial de ser un evento que cambie el mundo.
“No queda nada claro que vaya a ser aprobado por su base si empiezan a enfermar; al fin y al cabo, [ésta] es desproporcionalmente vieja y, por tanto, en riesgo”, concluía Ashford.
A pesar de ser elementos clásicos del manual del trumpismo, la respuesta de Trump, en el contexto actual, ha llevado a que algunos de los principales aliados del presidente crean que es contraproducente y pueden dañarle de cara a las elecciones.
Especialmente cuando esa actuación se hace de forma diaria, ininterrumpida, desde el podio de la sala de prensa de la Casa Blanca, en conferencias que ninguna de las grandes cadenas transmite en vivo por la desinformación que emite. “A veces se ahoga en su propio mensaje”, se quejó Graham. “Se salen un poco de madre”, reconoció la senadora Shelley Moore Capito sobre, quien apuntó que sería mejor que el presidente desapareciera y dejara paso a los expertos médicos.
Con la ineficacia demostrada de su estrategia contra el virus y con el país esperando que los muertos se apilen y puedan llegar a los 100 mil, Trump confía, como siempre, en la economía que salga de esta crisis como trampolín a la reelección.
Sigue confiando en eso, bajo la teoría que una buena economía en el tercer trimestre del año asegura, casi siempre, el éxito de un presidente en el cargo, pero ahora los mercados están cayendo en picado y las previsiones económicas asustan a propios y extraños.
Estados Unidos reza para que sólo sea una pequeña recesión y no una depresión. De ahí la insistencia del presidente de querer reabrir el país lo antes posible, de poner aceite de nuevo al engranaje económico. De fondo se vis- lumbra la motivación electoral.