El siguiente texto es un extracto del libro La Ciudad Oculta, Vol. 1, del periodista y colaborador del El UNIVERSAL, Héctor de Mauleón, que se publica con autorización de la Editorial Grupo Planeta México.

8 de junio de 1692. «Estaba en casa sobre mis libros», recordó el escritor y cosmógrafo Carlos de Sigüenza y Góngora. Se oyeron de pronto ruidos extraños en la calle. El sabio novohispano los atribuyó a uno de los frecuentes escándalos de borrachos que en aquel tiempo se habían convertido en rasgo característico de la metrópoli. Un criado que irrumpió en su estudio violentamente, y casi ahogado, le informó lo que en realidad ocurría: acababa de estallar un tumulto en la Ciudad de México.

Sigüenza abrió las vidrieras de su estudio y vio correr «infinita gente» hacia la Plaza Mayor. En una relación sobre «el alboroto» que luego dirigió a su amigo Andrés de Pez, Sigüenza relató que salió a la calle a medio vestir y en un instante llegó a la esquina de Providencia —hoy, Pino Suárez y Corregidora—. Vio cómo la gente del pueblo —indios, mestizos, negros y mulatos, al igual que el resto de las castas: chinos, lobos, zarambullos, etcétera— apedreaban sin misericordia el palacio virreinal. Más de 10 mil personas, escribió, levantaban «un alarido tan uniformemente desentonado y horroroso que causaba espanto».

Se había desatado «el Motín del Hambre». La falta de maíz y de trigo, y la voracidad de los comerciantes españoles, había llevado la locura a la ciudad. Recatado en algún lugar de la plaza, Sigüenza vio que la multitud prendía fuego a las puertas del palacio. En pocos minutos, un incendio vehemente abrasó las salas de acuerdo, las escribanías de cámara, los almacenes de bulas y de papel sellado. Las llamas alcanzaron la tesorería, la contaduría de tributos, la cancillería, el tribunal de bienes de difuntos, el almacén de azogues y la escribanía de minas.

«No hubo puerta ni ventana baja en la que no hubiese fuego», escribió el atónito Sigüenza.

Al incendio del palacio se sumó el saqueo de los cajones de comercio, desparramados a lo largo de la plaza. Atraídos por las sedas, los marfiles, las porcelanas que se exhibían en los cajones, los amotinados se olvidaron del palacio. Esto permitió que Sigüenza se acercara con algunos soldados. Con ayuda de hachas y barretas, cortando vigas y apalancando puertas, se metió entre el humo y las llamas y evitó que el fuego extinguiera lo más valioso que había en el palacio: el archivo histórico, los papeles con los que comienza la memoria de esta ciudad.

Miles de documentos se perdieron en el incendio. Se consumieron totalmente, por ejemplo, los libros que contenían las actas del Cabildo de 1630 a 1635. Decisivas, porque corresponden a los años en que la Ciudad de México tuvo que ser reconstruida por completo después de la fatídica inundación del día de San Mateo de 1629.

Sigüenza logró salvar, sin embargo, los papeles más antiguos. En uno de los libros de actas, con letra elegante y garigoleada, dejó este apunte:

Don Carlos de Sigüenza y Góngora, cosmógrafo de Su Majestad, catedrático jubilado de matemáticas y capellán del Hospicio del Real Amor de Dios de este ciudad [...] libró este libro y los que siguen del fuego en que perecieron los archivos de esta ciudad la noche del 8 de junio de 1692, en que por falta de bastimento se amotinó la plebe y quemó el Palacio Real y Casas del Cabildo.

Cada semana, los miembros del Cabildo discutían los principales problemas urbanos y elaboraban un acta en la que quedaba el registro de sus decisiones. El acta más antigua está fechada el 8 de marzo de 1524. Oficialmente, aquel es el primer día de la ciudad, o por lo menos, el primero del que existe memoria.

Ese día, los integrantes del Cabildo donaron un grupo de solares a seis personas que acababan de ser admitidas como vecinos: Cristóbal Fernández, Antón de Arriaga, Antonio Marmolejo, Ysidro Moreno, Alonso Ximénez de Herrera y Diego de Coria. Estos personajes son los primeros habitantes de que existe registro puntual en la metrópoli.

Aquel día se donó también, al conquistador Hernando Martín, «un pedazo de tierra para una huerta» y se nombró regidor de la ciudad a un primo de Hernán Cortés: Rodrigo de Paz, quien luego moriría trágicamente torturado a manos de funcionarios que le quemaron los pies para que revelara dónde estaba escondido el supuesto tesoro del conquistador.

Hacia 1970, por consejo del cronista Salvador Novo, se publicó una Guía de las actas del Cabildo correspondientes al siglo XVI. Recorrer sus páginas es como viajar en el tiempo, retroceder cinco siglos y sorprenderse con las preocupaciones y necesidades que acompañaron el proceso de formación de la ciudad. Tenochtitlan había caído hacía cerca de tres años. Los viejos templos eran demolidos. La nueva metrópoli era un conjunto de escombros y de nuevos edificios con aspecto de fortaleza. La traza que Alonso García Bravo había diseñado apenas empezaba a tomar forma.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses