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Hay cintas que es mejor concebirlas en frío, sin sentimentalismo, para permitir que las emociones queden en primer plano, sobre todo cuando de dolor se trata. Ejemplo, Sin amor (2017), quinto filme del magistral Andrei Zvyagintsev, que merecidamente estuvo entre las cinco nominadas al Oscar como Mejor Cinta Extranjera. Su premisa es sencilla: cómo desaparece el pequeño Alyosha (Matvey Novikov), hijo de Boris (Alexei Rozin) y de la atractiva Zhenya (Maryana Spivak), tras una pelea que éstos sostienen en el final de su matrimonio sin amor.

Pero la relación de ambos con Alyosha también es sin amor. La pareja sugiere que el hijo es un lastre. Esta situación se presenta como síntoma de la Rusia contemporánea. Aunque no tan politizada como su anterior Leviathan (2014), esta incursión en el alma rusa la hace Zvyagintsev sin anestesia. Sin concesiones.

Igual que todo gran director, Zvyagintsev resume la historia en una escena contundente: Alyosha escucha el pleito de sus padres, paralizándolo en un rictus de dolor absoluto, que el espectador atestigua, pero no ellos. Es devastadora la forma en que transmite Alyosha cuánto le duele escucharlos; tan perturbadora imagen, llena de fragilidad y desesperación, Zvyagintsev la hace con elementos mínimos (estilizada foto sin adornos de Mikhail Krichman).

Zvyagintsev no cede ante nada. Logra así un drama amargo, seco, brutal. La dura metáfora referida a Rusia, que Zvyagintsev ve como “sistema feudal” sometido a un gobierno unipersonal, es expresada tomando como punto de partida el fracaso sentimental-filial de la pareja, y sus consecuencias.

Conservando la línea de sus previas Elena (2011) y Leviathan, Zvyagintsev entrega una conmovedora obra maestra.

Hay cintas que pueden o no funcionar, sin importar cuán exagerada o ridícula sea su premisa. Directores con cierto talento han convertido argumentos similares al menos en algo interesante o entretenido. Justo lo que no sucede en Rampage: devastación (2018), quinto largometraje de Brad Peyton, con argumento de Ryan Engle, especialista en guiones que se definen como “jalados de los pelos” por sus propuestas llevadas al límite de lo verosímil (Non-stop: sin escalas, El pasajero). Ahora se luce “reinventando” el subgénero de monstruos.

Este “novedoso” argumento le exige al espectador demasiada suspensión de credibilidad. Rampage: devastación es similar a cintas de desastres que previamente hizo Peyton (Viaje al centro de la tierra 2: la isla misteriosa, Terremoto: la falla de San Andrés). El tema es cómo un experto en primates, Davis (Dwayne Johnson), busca resolver el extraño caso que involucra un experimento genético que sin duda está fuera de control porque afecta al gorila George, con quien mantiene cierto nivel de comunicación, ya que prácticamente lo crió.

El experimento sólo transforma a George en un King Kong (1933) que se vuelve loco. Curiosamente la alteración genética no representa deformación, sólo lo hace un chango tamaño monstruo, que acaba por ser una variación de Godzilla (1954), con otros monstruos antagonistas de rigor. Queriendo homenajear a este clásico japonés, Rampage: devastación acaba plagiándolo.

La descabellada premisa, sus efectos poco creativos y el estilo dramático, lejos están de ser originales. Son sobadísimos lugares comunes del subgénero. Un auténtico descalabro para Peyton, director que está aclimatándose a los churrazos de altísimo presupuesto.

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