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La guerra y sus consecuencias es tema recurrente en el cine de Hollywood. A excepción de algunas cintas ambientadas en la Segunda Guerra Mundial, se le arranca su condición heroica para volverla síntoma de lo traumático que es ser estadounidense en el mundo.

La guerra de Vietnam (1955-1975) inspiró cintas demasiado amargas, ejemplos de incomodidad existencial. La que se acentúa al referirse a la absurda guerra de Irak.

El tema belicista se explora en dos vertientes. Por una parte, el combate, su dolor y miedo. Por otra, la cotidianidad antes o después de ir al conflicto. Esta vertiente, menos abundante, tiene una cinta agridulce, El último deber (1973, Hal Ashby), donde tres marinos vivían una aventura mientras dos de ellos escoltaban al tercero hacia la prisión por cometer un crimen menor.

Este filme se basaba en una novela de Darryl Ponicsan, quien 30 años después publicó una suerte de continuación, Reencuentro (2017), filme 19 de Richard Linklater. Su notable experimento extremo Boyhood: momentos de una vida (2014), lo confirmó. Ahí perfeccionó cómo abordar la rutina con óptica agridulce.

Mismo estilo quiere imprimir en Reencuentro, melodrama donde Doc (Steve Carell) busca a sus viejos hermanos en armas de Vietnam: el reverendo Mueller (Laurence Fishburne) y Sal (Bryan Cranston), para acompañarlo a darle cristiana sepultura al hijo de Doc, fallecido en Irak.

La elección del tema está fuera de tono, si se le compara con otras cintas de Linklater. Sin embargo, la idea del viaje hacia el interior del alma pacifista (que ya no existe en la era Trump), la nostalgia por la guerra digna y heroica son un acierto en la cinta. Confirman la aguda observación del tema hecha por Linklater con sombrío estilo fotográfico (a cargo de Shane F. Kelly).

Pero la eficiencia en la dirección de actores está puesta al servicio de representar, lo que es desafortunado, estereotipos del soldado estadounidense y su, hasta cierto punto, convencional inadaptación a la realidad.

Al reiterar lo mismo, con grupo de personajes camino al cementerio, es antes que crítica al belicismo o visión desencantada de la incapacidad para adaptarse a la vida contemporánea, la cruda metáfora de que este cine se estancó y no importan las habilidades dramáticas de Linklater: el resultado, un lugar común.

Lo mejor de la Muestra 64. Agnès Varda es una presencia legendaria en el cine francés. A sus 89 años entrega su crédito fílmico 52, Rostros y lugares (2017), primera codirección, con JR, apenas éste en su segundo documental para cine.

JR, muralista y fotógrafo, acompaña a Varda en un introspectivo viaje por la Francia rural para coleccionar rostros e imágenes que transforman en representaciones de gran tamaño, físico y emocional. La gira tiene apuntes de humor sobre la fama, el anonimato, la amistad, la complicidad y otras circunstancias que se plasman de manera espontánea.

Con mucho de improvisación, el filme ensayo que Varda & JR conciben es vital; va de la introspección al reencuentro de cómo concebía Varda el rostro en sus filmes clásicos (Cléo de 5 a 7, La felicidad, Sin techo ni ley); o diserta sobre la visión del mundo de JR, siempre parapetado tras sus lentes oscuros. Este filme tiene la rara singularidad de desafiar las concepciones tradicionales del relato cinematográfico ya sean de ficción o documental. Rostros y lugares es una maravillosa rareza en el cine actual.

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