El terrorismo es una estrategia de violencia cada vez más utilizada. Hoy el planeta padece al menos cinco veces más ataques terroristas que en 2001 cuando ocurrieron los atentados del 9/11. Sin embargo, hay otras clases de violencia, asesinatos y masacres, muchas de las cuales causan cientos de miles de víctimas más. ¿Por qué entonces a veces el terrorismo se percibe como la peor? ¿Por qué sentimos ese nivel de vulnerabilidad? ¿Por qué este tema recibe no solo semejante foco mediático, sino también tal prioridad en la agenda política de muchas potencias, como si se tratase en efecto, del peligro más importante del mundo? O bien, podríamos replantear todas esas preguntas en una sola: ¿Qué es lo que hace que el terrorismo sea una estrategia tan eficaz para efectos de los perpetradores? Solo piense en esto: Tres atacantes (quizás con ayuda de algunos pocos más, no sabemos), utilizando explosivos, normalmente ensamblados por ellos, y armas de fácil acceso en el tráfico ilegal, entran a un aeropuerto internacional que mueve a cientos de miles de pasajeros diariamente. Desde las zonas donde no hay controles de seguridad o donde éstos son mínimos –el estacionamiento y el área previa a los filtros- inician el ataque. Matan a decenas de personas, hieren a cientos. Capturan la atención de los principales medios del planeta. Atraen al instante a las redes sociales, gracias a lo cual, los videos que muestran el ataque se reproducen millones de veces. Esos mismos millones de veces, dichos ataques alcanzan a sus verdaderos blancos: los millones de seres humanos aterrorizados por la capacidad de daño de esos tres individuos y la organización a la que pertenecen. Se habla del tema hasta el cansancio. Se genera toda clase de efectos psicosociales, efectos simbólicos y efectos políticos. Se suben temas a la agenda. Y esa eficacia, lograda en esta era de comunicaciones inmediatas, de teléfonos móviles, fotos y videos compartidos, es lo que incentiva la proliferación de atentados similares.

Así que, combatir este mal implica no solo ir a la caza de la liebre persiguiendo al último sospechoso de terrorismo, o desmantelando las bases de la última de las grandes redes. Implica primero entender, y luego desactivar o, al menos, reducir su eficacia, no solo en cuanto a su capacidad de generar efectos psicológicos de terror, alteración de conductas, actitudes y opiniones en vastas sociedades, sino su efectividad en cuanto a atraer e inspirar.

Quizás tendríamos que empezar por resistir la aparente inevitabilidad de la cada vez más normal aparición de ataques como el del martes en Turquía, y tratar de imaginar escenarios diferentes. Para ello son varias las preguntas que tenemos que hacernos: De un lado, ¿cuáles son los mecanismos precisos a través de los cuales estos ataques producen semejantes efectos psicosociales en millones de personas? ¿Cuál es la relación terrorismo-medios de comunicación, cómo se genera y cómo se puede cambiar, si acaso? ¿Es deseable y posible educarnos en coberturas diferentes para restar eficacia a los atentados? Pero entonces, ¿qué hacemos para evitar o reducir los efectos de pánico y terror transmitidos y retransmitidos a través de fotografías, videos y textos en redes sociales? ¿Se puede acaso hacer algo al respecto? Del otro lado, ¿cómo se produce la relación de atracción entre las redes de terrorismo global y decenas de miles de personas? ¿Qué es lo que inspira a muchos a abandonar sus hogares para irse a entrenar y combatir en sus filas, y a otros a cometer atentados desde sus casas sin haber cruzado jamás una palabra con algún líder o miembro de esa organización?

Algunas de esas respuestas se ubican en el mundo material. Otras no. Entender y combatir al terrorismo supone abordarlas todas de manera integral, una tarea nada fácil. No pretendo acá elaborar un ensayo completo sobre el tema. Pero permítame esbozar algunas claves basadas en la literatura e investigación sobre la materia.

Por supuesto que es indispensable contener, cortar y revertir el avance material de organizaciones terroristas, su capacidad de financiamiento, sus redes de tráfico de armas, de personas, de productos ilícitos. Luego, está la acción de las policías y las agencias de inteligencia para reducir las amenazas terroristas de manera más eficaz. Se necesita incrementar los niveles de seguridad en objetivos que hoy son considerados blandos, o de fácil acceso para atacantes. Veremos, lamentablemente, cómo en muchos países los filtros de revisiones para ingresar a espacios públicos, a centros comerciales, cines, aeropuertos, irán aumentando conforme el riesgo siga creciendo. El gran problema de todas estas medidas, sin embargo, es que mientras exista la motivación para sumarse a causas extremas –religiosas o no- y cometer atentados, el terrorismo encontrará nuevos caminos, nuevos medios, nuevos nombres, nuevas organizaciones. Por eso, estas medidas no pueden funcionar sino en el corto plazo; hay que pensar más a fondo.

Primero, lo que evidentemente no ha sido exitoso en reducir el terrorismo (por el contrario, lo ha incrementado de manera notable), es invadir países, atacar y destruir bases, matar líderes y luego simplemente retirarse dejando ahí, irresuelto, el caos provocado. Los ejemplos más claros, no los únicos: Afganistán e Irak. El terrorismo, en países como esos dos, donde más gente mata, está correlacionado con la inestabilidad, el conflicto, la existencia de redes criminales, la violación a derechos humanos y otros factores. Por lo tanto, mitigar la violencia terrorista, específicamente en esos sitios, implica revertir esas condiciones, desactivar –no contribuir a- la inestabilidad y los conflictos, fortalecer –no debilitar- las instituciones de los estados encargados de combatir a las mayores centrales terroristas del mundo. Hasta ahora, por ejemplo, un país como Siria, no solo no está caminando hacia su pacificación, sino que desde hace cinco años vive una guerra de proporciones indescriptibles, en buena medida alimentada por actores y potencias internacionales, regionales y globales, que han elegido a ese como su cuadrilátero boxístico para dirimir sus disputas geopolíticas. Y es justo ahí, en la eternización del conflicto sirio (además de las condiciones en Irak), donde ISIS encuentra el espacio para emerger como hoy le conocemos y establecer la capital del califato que funda.

Segundo, concretamente en países occidentales, la investigación más reciente ha demostrado que el terrorismo se correlaciona con factores como la marginación, la exclusión socioeconómica de determinadas comunidades y la percepción que muchos individuos van construyendo acerca de su falta de integración a las sociedades donde viven. Reducir el caldo de cultivo para organizaciones terroristas implica, por tanto, atender en el mediano y largo plazos esa serie de factores estructurales en sociedades como las europeas.

Tercero, debemos someter a discusión también el papel de la narrativa, la necesidad y los mecanismos para desinflar los relatos “ganadores” de grupos como ISIS. Se requiere poner al terrorismo en perspectiva para dejar de hacer eco del miedo que se busca infundir, hablar de sus dimensiones reales, de las estrategias mediáticas y mercadológicas que utilizan las organizaciones que lo cometen para proyectar un poder que no necesariamente poseen. Se requiere contar cómo es que el “Estado Islámico” no es ningún estado; cuestionar la narrativa del “…califato, en toda su gloria” como dice un video de ISIS cuidadosamente producido, “que crece y se expande”, cuyo territorio “ya es mayor que el de la Gran Bretaña, ocho veces el tamaño de Bélgica y 30 veces el tamaño de Qatar “. Se necesita explicar cómo es que el atentado de Turquía no es una muestra de la fuerza de esa organización, sino de la debilidad que sus más recientes derrotas le están ocasionando. Y sí, también se requiere de discursos convincentes que ofrezcan alternativas para que esas decenas de miles de personas que se sienten hipnotizadas por la idea que grupos como ISIS o Al Qaeda representan, encuentren formas distintas de dar sentido a su vida.

Internacionalista

Twitter: @maurimm

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