Los desplantes —de alguna manera hay que llamar a las bravuconadas— de Donald Trump hacia México están siendo explicados al sector más conservador de los medios y de la academia de su país como resultado de varios factores, entre ellos uno perturbador: un presunto episodio agraviante para el nuevo presidente estadounidense.

El señalamiento ubica al ex embajador mexicano Miguel Basáñez como promotor durante su gestión de acciones orientadas a intervenir en las campañas presidenciales de Estados Unidos, lo que habría incluido el apoyo de una parte de la red de consulados en aquel país —la más grande que existe en el mundo— para celebrar reuniones con grupos de interés, en favor del Partido Demócrata y su candidata Hillary Clinton.

Algunas de esas reuniones habrían sido fotografiadas y grabadas por órganos de inteligencia estadounidenses. Fuentes republicanas están difundiendo al menos en los ámbitos citados que existió una queja formal de estos hechos ante “funcionarios de primer nivel” en el gobierno mexicano, a las cuales se les exigió el cese inmediato de Basáñez, bajo amago de un escándalo que estallaría inicialmente en el Congreso estadounidense.

Esos alegatos no han podido ser confirmados por este espacio. Pero tal historia es verosímil y, hasta ahora, desconocida en el ámbito mexicano.

Basáñez Ebergeny (Veracruz, 1947) es un destacado académico con doctorado en Sociología Política y una de las voces más reconocidas en materia de estudios de opinión pública, talentos que lo llevaron a ser director de Evaluación de la Presidencia de la República. Pero todo ello quedaba de lado, pues su cargo en el servicio exterior en la sede más importante del mundo se explicaba por su cercanía con el PRI, en particular con el priísmo del Estado de México, con el que guarda cercanía desde la época de Alfredo del Mazo González como gobernador (1981-1986). En ese entonces trabó cercanía con la familia del ahora presidente Peña Nieto, a quien conoció desde que éste era adolescente.

Los señalamientos en Washington sobre el activismo político de Basáñez comenzaron casi el primer día de su labor, en septiembre de 2015, por discursos públicos en los que anunciaba la creación de un “ejército” de estudiantes mexicanos que alentarían a paisanos en Estados Unidos a obtener su nacionalidad para poder votar. Según testigos directos consultados, sus interlocutores siempre se quedaban con la certeza de que ese voto debía ser para los demócratas.

Fuentes gubernamentales dijeron a este espacio que la entonces canciller Claudia Ruiz Massieu alertó desde diciembre de ese 2015, cuando Basáñez aún no cumplía tres meses en su puesto, de que su comportamiento era política y diplomáticamente explosivo. En abril de 2016, antes de cumplir siete meses en su encargo, él fue cesado. En declaraciones recientes, Basáñez mismo reveló haber recibido de Ruiz Massieu reclamos ante indicios de intromisión en política interna de Estados Unidos.

Con esa y otras historias como telón de fondo, y una vez confirmado el triunfo de Trump en la Presidencia estadounidense, la administración Peña Nieto desarrolló durante meses negociaciones confidenciales con su equipo cercano. Ello permitió configurar un principio de acuerdo a fin de que, más allá de los exabruptos del magnate, ambos gobiernos se abrieran a una negociación madura para la extensa y espinosa agenda común.

El artífice central del referido acuerdo fue Luis Videgaray, actual canciller mexicano, quien según testimonios diversos, acudió a Estados Unidos en diversas ocasiones en las semanas previas a la toma de posesión de Trump y desarrolló acercamientos que permitieron el optimismo suficiente para imaginar un margen de maniobra civilizada en la relación binacional. Bajo ese contexto, en los mismos días, Peña Nieto y Videgaray acordaron que éste fuera el nuevo titular de Relaciones Exteriores.

Lo que ha venido después ya lo conocemos todos: tal acuerdo inicial estalló por los aires, acaso de la peor forma para el gobierno mexicano. Al centro de la mesa en Los Pinos se halla ahora el dilema de volver a confiar o no en un hombre que parece estar animado por una obsesión contra nuestro país, o simplemente es un pendenciero impredecible.

Trump ya nos había dejado aquí pruebas de su carácter mercurial, en otra historia poco conocida. Fuentes enteradas dijeron que cuando en agosto pasado visitó el país como candidato republicano, el acuerdo era sostener un encuentro privado con Peña Nieto, sin notificación previa alguna, del que no se informaría sino al final, con Trump ya en vuelo a casa y mediante un comunicado conjunto que leería el vocero de la Presidencia, Eduardo Sánchez. También sabemos lo que ocurrió al final.

El amargo episodio vivido esta semana impondrá la reflexión de si será posible confiar en Trump en el futuro próximo. Y si la estrategia de apaciguar los ánimos debe continuar o dar paso a nuevas ideas.

rockroberto@gmail.com

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