El secuestro sucedió de este modo: “Juan” llegaba a su negocio en la colonia Buenos Aires de la Ciudad de México. Mientras ingresaba su auto al estacionamiento, tres sujetos lo interceptaron, lo amagaron con un arma, le pidieron la cartera, vieron cuántas tarjetas de crédito tenía y le dijeron que lo llevarían a un cajero para sacar dinero.

Se lo llevaron en su propio auto, y dos calles más adelante lo recostaron en la parte trasera de una camioneta. Alguien le echó un suéter en la cara. La camioneta circuló como una hora. “Juan” vio los puentes peatonales de Eje Central. Cuando lo bajaron le dieron una lata de cerveza para que se hiciera el borracho. “Juan” vio una avenida y una cocina económica donde vendían pancita y pozole sábados y domingos.

En un departamento del primer piso lo estaban esperando con la puerta abierta. Había una tele, una mesa y un refrigerador “de tienda que se utiliza para los refrescos”. Lo metieron a una recámara en la que la tele estaba encendida a todo volumen. Sucedió lo habitual: golpes, amenazas, interrogatorios para saber cuánto dinero tenía y quién podría negociar su rescate.

“Juan” dijo que al jefe le llamaban El Azul y que había otros cuidadores que se identificaban a sí mismos como Los Rojos. Eran tres voces distintas. Había también dos hermanas que hacían el aseo y preparaban la comida. Había un hombre ronco que iba “únicamente a ver cómo iban las cosas”.

El secuestro duró 25 días. “El Azul me dijo que ya mero me iba a ir, pero si quería que él apresurara las cosas me tenía que comprometer a darle 400 mil pesos cuando estuviera liberado”.

El Azul y Los Rojos habían hallado la manera de obtener una entrada extra, sin tener que reportársela a El Ronco. Eso fue lo que los perdió porque al llamar a las cuatro últimas personas que habían secuestrado, y acordar en sitios específicos la entrega del dinero, la policía los detuvo.

Uno de ellos, Ángel Cisneros Marín o Raúl Ortiz González, había facilitado como “casa de seguridad” su departamento en Ecatepec.

Las autoridades relacionaron a los plagiarios detenidos con uno de los casos más impactantes de los últimos años, el secuestro y asesinato de la joven Silvia Vargas Escalera, hija del empresario Nelson Vargas, perpetrado precisamente por el grupo conocido como Los Rojos —un caso en el que casi diez años después los jueces sólo han logrado una sentencia.

Leí hace unos días la desgarradora columna que Nelson Vargas publicó en EL UNIVERSAL: . El señor Vargas narra ahí cómo el Tercer Tribunal Colegiado en Materia Penal amparó y liberó a Isidro Solís, uno de los involucrados en el secuestro de “Juan” —y por lo tanto, miembro de la banda que secuestró a Silvia: “La justificación fue que una víctima de otro secuestro del que Solís estaba acusado, lo reconoció a través de la Cámara de Gessell sin la presencia de su abogado”, escribió Vargas.

Varios titulares, Liberan a secuestrador de la hija de Nelson Vargas y Por un tecnicismo liberan al asesino de la hija de Nelson Vargas, me llevaron a solicitar y leer la sentencia dictada por el magistrado José Mercedes Pérez Rodríguez.

Ahí está la otra parte de la historia: al circular por la colonia donde lo secuestraron, “Juan” vio a un hombre en una esquina. Al sentir que “Juan” lo veía, el hombre bajó y desvió la mirada” y actuó “como tratando de esconderse”. “Juan” le dio la vuelta a la manzana y reconoció al hombre “como la persona que se encargó de manejar el vehículo el día que lo privaron de la libertad”.

“Juan” llamó a unos agentes, que detuvieron “en flagrancia” al sospechoso, Isidro Solís, El Chilo. Solís trabajaba en una refaccionaria de la Buenos Aires y desde hacía tres meses vivía en un coche estacionado en la calle. Lo llevaron a la Cámara de Gesell, dónde “Juan” lo reconoció “físicamente y por voz”, y donde “Juan” reconoció que la chamarra que traía el detenido, era la misma que llevaba el día del secuestro.

A Isidro Solís le dieron 34 años, pero su abogado demostró que ni Ángel Cisneros, ni sus cómplices, ni siquiera las otras víctimas, lo habían señalado. Nadie lo mencionaba. Su nombre no aparecía en las declaraciones. Apareció mucho después, cuando “Juan” dijo haberlo reconocido porque bajó los ojos. En las abultadas fojas de la sentencia no existe otra prueba.

Es un escándalo que los asesinos de Silvia Vargas no hayan sido sentenciados. En el expediente del caso no sólo están sus nombres: está la relación pormenorizada de todo lo que hicieron, narrada tanto por ellos mismos como por sus víctimas.

Ojalá los castiguen, señor Vargas. Y que tengan un bendito debido proceso.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

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