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Me referí la semana pasada a un “Alfabeto racista mexicano” que propone el profesor Federico Navarrete en la revista horizontal.mx. Ya demostré que, con tal de erradicar a los escritores que le desagradan “marcándolos” de racistas o misóginos, al profesor no lo arredra mutilar textos para encajarles su cuadratura. Es una pena, pues el racismo en México, junto a las demás formas de discriminación, es un problema que es necesario enfrentar con severidad, pero que incluya inteligencia y respeto a la verdad.
Cuando alguien que se supone capaz de pensar y razonar abdica de la honestidad intelectual, practica una variante del racismo: considera a la razón como una raza inferior del espíritu y a los lectores como una “raza” que puede prescindir de la verdad.
Octavio Paz es un blanco preferido de esos autoracistas que mercan comida chatarra envuelta en “corrección política” a tragones compulsivos; una “corrección” que horizontaliza ignorancia a cambio de doxia activista, sentimentalismo bobo y hasta puntos académicos.
El Paz “misógino” es el que desde 1959 propone que si “nuestra libertad se funda en la libertad de los demás”, de la libertad de la mujer depende que el amor pueda “ser mejor que un sueño o una pesadilla: la unión de dos libertades”. El que en 1963 argumenta que sin la libertad erótica de la mujer no puede haber amor: “se representa al amor en forma de un nudo: hay que añadir que ese nudo está hecho de dos libertades enlazadas”.
Antes del movimiento feminista, por 1963, ya insistía en que “el grado de civilización de una sociedad se mide por el grado de libertad de las mujeres” (citaba a Fourier), y se declaró partidario de “la igualdad en la diferencia”. Pensaba que “la rebelión juvenil y la emancipación femenina son las dos grandes transformaciones de nuestro tiempo, y la segunda es más importante y permanente”. Su convicción en el sentido de que “del juego de lo masculino y de lo femenino podría surgir una nueva cultura que ni siquiera sospechamos, una oposición de orden complementario”, surge de la profunda convicción de que tal oposición, al renacer en los amantes, revela a la mujer su aspecto masculino y al hombre su aspecto femenino. “Deberíamos ser los hombres más femeninos y las mujeres más masculinas”, propone desde la convicción de raigambre platónica y budista que se enciende en su poesía amorosa y analiza minuciosamente en sus ensayos sobre Sade, Fourier, D.H. Lawrence o Sor Juana.
“Habría que feminizar a la civilización”, dice una y otra vez. Criticó al feminismo estadounidense porque se sometía a “un arquetipo masculino”, cuando “la verdadera revolución sería que las mujeres diesen a la sociedad arquetipos femeninos y que los hombres nos viésemos en ellos”. No se trata sólo de que “las mujeres tengan derechos idénticos a los de los hombres —aunque esto sea necesario, urgente, indispensable—, sino de que tengan conciencia de ellas mismas, sobre todo de su cuerpo. Sólo si tiene conciencia de su propia singularidad podrá “edificar su imagen del hombre y de sí misma.” Y concluye: “al liberarse de la imagen deformante que el hombre le ha impuesto de sí misma, la mujer también liberará a los hombres.”
¿Qué gana el simple que tacha de misógino a Paz? Muy poco ante lo que pierde por no leer páginas sobre la historia de la libertad femenina como las citadas. Es inútil: ni los profesores quieren leer.
Asestarle a Paz el sanbenito de misoginia hará las delicias del prejuiciado y ayudará a cambiar la responsabilidad de pensar por la indolencia de “sentir”. Esto sería chistoso si no atentase contra el derecho de los lectores a saber: El laberinto de la soledad, el mismo libro en el que Paz desmonta la misoginia que hay detrás de la frase “la sufrida mujer mexicana” sirve, sesenta y seis años después, no para apreciar lo que había en él de pionero y aprovechar sus ideas (como hizo Marta Lamas, que sabe del tema) sino para acusarlo, sí, de misoginia.
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