Ya estuvo. Los gringos confesaron. En voz de Rex Tillerson, secretario de Estado del país vecino: “Nosotros, los estadounidenses, debemos hacernos cargo de este problema… Debemos confrontar que somos el mercado (de drogas ilegales)... Si no fuera por nosotros, México no tendría un problema de crimen organizado transnacional ni la violencia que sufre”.

Sí, eso dijo Tillerson hace unos días, frente a una delegación mexicana encabezada por el canciller Luis Videgaray. Y no le falta razón al jefe de la diplomacia de Estados Unidos: sin demanda, no hay oferta. Sin consumo, no hay producción ni tráfico. Ellos ponen los dólares, nosotros ponemos los muertos.

Todo eso es cierto y sabido. Muy cierto y muy sabido.

Pero siempre hay un pero. Resulta que el narcotráfico propicia violencia, pero en pocos lugares genera tanta como en México. Turquía, por ejemplo, es un corredor natural de la heroína que se transporta desde Afganistán hasta el mercado europeo. ¿Su tasa de homicidio? Cuatro por 100 mil habitantes, cinco veces menos que en México (Nota: dije ocho veces en un artículo reciente. Estaba equivocado).

Otro ejemplo: Marruecos. Uno de los mayores productores y exportadores de marihuana del mundo, además de ruta indispensable para llevar cocaína a Europa ¿Su tasa de homicidio? Uno por 100 mil habitantes (sí, uno).

Me puedo seguir con las ilustraciones. Perú y Bolivia, Tailandia y Laos, Irán e India, países todos con mucha droga, mucho narco y (relativamente) poca bala. De hecho, hay que rascarle un poco para encontrar casos como el nuestro. Colombia, por supuesto. Algunos de nuestros vecinos centroamericanos. Brasil, sin duda. Venezuela en tiempos recientes. Algunas islas del Caribe. Uno que otro país africano. Y párenle.

Dicho de otro modo, el narcotráfico produce violencia, pero en nuestro país le añadimos un extra. Un sazón nacional. Tomando prestada una fórmula del economista colombiano Francisco Thoumi para describir a su país natal, México pone a los muertos, pero también pone a los asesinos. En gran cantidad.

De eso tenemos que hacernos cargo los mexicanos. De una estructura económica, política y social que tolera, promueve y reproduce diversas formas de violencia. De instituciones de seguridad y justicia que castigan a los inocentes y dejan impunes a los culpables. De una corrupción institucionalizada que abre la puerta a las peores atrocidades y los peores abusos. De un Estado incapaz de controlar su territorio y garantizar un piso mínimo de derechos para la mayoría de la población.

Eso, por supuesto, no le quita su parte de culpa a los gringos. Ellos son el principal mercado de drogas ilegales del mundo. Ellos lavan dinero y trafican armas. Ellos exigen que mantengamos en México una política punitiva que están abandonando en su propio territorio. Entonces sí, es saludable que, al menos en el plano retórico, el gobierno de Estados Unidos admita que es parcialmente responsable por lo que sucede en México.

Nuestras carencias tampoco son excusa para no hablar lo que haya que hablar sobre el régimen legal de las drogas. Es justo y necesario poner a debate qué substancias hoy ilícitas deben volverse legales. Es indispensable tener espacio para experimentar con políticas no prohibicionistas, particularmente en el caso de la marihuana.

Pero sin restarle responsabilidad a terceros, hay un hecho incontrovertible: tenemos un Estado deforme y una sociedad contrahecha. Tienen esa apariencia por culpa nuestra, no de otros. Y dejarán de tenerla cuando nosotros, no los vecinos, decidamos hacer algo al respecto.

alejandrohope@outlook.com

@ahope71

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