Llegué a La Habana en 1993, en pleno “periodo especial”, después de que se había desintegrado la Unión Soviética. Cuba atravesaba momentos difíciles. Escasez de alimentos, falta de energía eléctrica, insuficiencia de gasolina, falta de transporte público. Una vez más, el pueblo cubano resistía, daba muestras de estoicismo y en centenares de bicicletas a pleno rayo del sol, se trasladaba de un sitio al otro, sin doblegarse por el infortunio y la gravedad de la situación.

Conocí al comandante Fidel Castro varios años atrás, desde mi primera juventud. Después tuve oportunidad de saludarle en repetidas ocasiones, por lo que en mi arribo a la isla, ahora con un nombramiento oficial, esperaba que esos contactos previos fueran útiles para mi nueva función. Albergaba yo en mi alma, una gran admiración por el país. En el curso de las primeras semanas de mi estancia, se despertó una gran expectativa por una entrevista que el comandante Castro había otorgado a la periodista Diane Sawyer, reconocida comunicadora de una gran cadena televisiva estadounidense que se había trasladado a La Habana a entrevistarlo y, para sorpresa de todos, había recibido la aceptación de Fidel, filmando un largo programa de televisión que presumiblemente sería transmitido —al menos en parte— en Estados Unidos y, desde luego, en la isla.

Apenas aprendía yo a leer los códigos de comunicación del Estado cubano, interpretando el lenguaje simbólico y el metalenguaje. De repente, comprendí la importancia de esa entrevista. La interlocutora era, desde luego, la destacada periodista Diane, pero, ante la realidad de incomunicación y ausencia de relaciones diplomáticas entre el gobierno cubano y el gobierno de Estados Unidos de América, lo que allí se dijera podría ser de una importancia capital para las relaciones entre ambos países, pues era un espacio, un medio, paralelo e informal, a través del cual el comandante expresaría en voz alta preocupaciones sustantivas que estuvieran afectando a la isla y a la región, con la certeza de que tendría un auditorio calificado, sin distorsiones interesadas o subterfugios en la comunicación.

Para entonces algunos analistas especulaban que se iniciaría un proceso de negociación con el gobierno de Estados Unidos —administración del presidente Clinton— que suavizara las condiciones del bloqueo y facilitara el envío de remesas desde EU hacia Cuba. Por otra parte, presumían también que podría iniciarse un proceso de apertura de la economía cubana, similar a lo que sucedía por aquella época en la economía china. Dentro de ese contexto, era que se realizaba la entrevista.

Por fin, el día esperado llegó. Prácticamente en toda La Habana no había ningún diplomático que no estuviera atento de la pantalla del televisor.

La entrevista fue una lección de habilidades, agudeza y astucia. Una gran periodista experimentada y segura, y un personaje histórico, un gran entrevistado, ágil y con buen humor, Fidel Castro Ruz, que de tiempo atrás hablaba para la Historia, y sus palabras tenían consecuencias en la Historia. Las preguntas eran elegantemente provocadoras, nunca irrespetuosas, pero sí fuertes, duras, harto cuestionadoras.

Intempestivamente: Comandante… y ahora, que ya cayó la Unión Soviética, que ya los ideales del comunismo han sido derrotados, que, por decirlo coloquialmente, le fue usted al caballo perdedor, a quienes perdieron históricamente, ¿sigue usted siendo comunista? —le preguntó la rubia, con una sonrisa. La cámara se acercó al rostro de Fidel. Fueron apenas fracciones de segundo, pero el silencio en la pantalla pareció una eternidad. Pude adivinar la reflexión en su interior, el recuerdo del Moncada, el arribo a La Habana, la Cumbre de los No Alineados, la revolución de Angola… toda una era de luchas y expectativas… por fin, tras una leve aspiración, dijo: Yo soy comunista, seguiré comunista, y me moriré siendo comunista.

Veintitrés años después de ese diálogo, el comandante Fidel Castro Ruz murió siendo comunista. No fue condescendiente.

Asumió el costo de su ideología, de su visión del mundo, y la volvió su pasión y entrega. Para muchos fue un héroe, otros lo han detestado desde aquel lejano 1959. Fue el líder indiscutible de la Revolución Cubana.

Hace seis días su corazón bermejo dejó de latir. Ese hombre de más de un metro noventa de estatura es ahora un puñado de cenizas. Así de frágil la condición humana. Murió comunista. Fiel a sus principios. Obsesionado en sus ideales.

Pocos dirigentes en esta etapa oscura del mundo, de maleabilidad y oportunismo, de desmemoria, tienen esa consistencia. Mucho menos son tan coherentes.

Deja un gran vacío. Sin ignorar sus yerros y excesos, inherentes a todo liderazgo revolucionario que confronta intereses y trastoca el orden de las cosas, marcó una época, propuso un paradigma, inspiró a varias generaciones. Y sí, con todo lo que eso significa, vivió y murió siendo comunista.

Ex embajadora de México en Cuba

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