De acuerdo con el Inegi el porcentaje de personas analfabetas de más de 15 años en nuestro país es de alrededor del 6.9 por ciento, unas seis millones de personas que no saben leer ni escribir (índice obtenido del censo 2010 que, a pesar de los esfuerzos de los gobiernos federal y estatal, sigue siendo muy similar en este 2015, según refiere el director del Instituto Nacional para la Educación de los Adultos INEA, Alfredo Llorente). Pero desgraciadamente el problema no queda aquí y se agudiza al considerar que, en México, también existe un enorme número de analfabetas funcionales (casi 3.4 millones de personas mayores de 15 años que, cuando mucho, sólo lograron acreditar hasta el segundo año de la educación primaria y que, según los expertos en el tema, han perdido sus capacidades de leer y escribir por falta de instrucción).

Es así que, sumados, son unos 8.8 millones de mexicanos los que, en realidad, son analfabetos (cifra que es el doble de la población total de Irlanda o Panamá y muy cercana a la de Austria, Israel u Honduras): Una verdadera vergüenza y desgracia en pleno siglo XXI para la 13ava economía mundial según el FMI.

Mención aparte merecen los últimos resultados de la prueba PISA (2012), que muestran no sólo que las lamentables calificaciones obtenidas por los estudiantes mexicanos de 15 años en matemáticas, lectura y ciencia en 2009 no sólo no mejoraron sino que empeoraron. De tal manera que ahora México se encuentra en el sitio 53 de los 65 países que participaron en la prueba y ocupa el último lugar entre los 34 países miembros de la OCDE.

Esto significa que las y los estudiantes mexicanos de esa edad presentan un rezago de dos años de escolaridad con respecto al promedio de los demás países: 55 por ciento de ellos no alcanzan el nivel de competencia básico en matemáticas, 41 por ciento en lectura y 47 por ciento en ciencias. Igualmente alarmantes resultan los problemas de desigualdad que la prueba dejó al descubierto, ya que la diferencia en la calidad de los recursos educativos de las escuelas privadas y las escuelas públicas (es decir, las escuelas de mayor y menor nivel socioeconómico) fue la más alta entre los países de la OCDE, y la tercera entre los 65 países evaluados. Lo que de ninguna manera quiere decir que la educación que se imparte en las mejores escuelas privadas en nuestro país esté a la altura de la formación que reciben los jóvenes en naciones como Japón, donde un alumno promedio alcanza el mismo rendimiento que los estudiantes mexicanos que obtienen el mayor puntaje.

Según indican los resultados del Programa, al ritmo que vamos, a México le tomará 25 años alcanzar el nivel promedio de la OCDE en matemáticas y más de 65 años en lectura y ciencia, lo que es, desde luego, inaceptable.

Dado este contexto resulta urgente volver a escuchar a Justo Sierra cuando señalaba que el Estado está obligado moralmente a asegurar el mejoramiento de las condiciones de vida del pueblo a través de la educación pública, laica, gratuita y de calidad.

El acceso y el mejoramiento de la instrucción pública en todos los niveles es el primer paso hacia la construcción de una nación más justa, equitativa, democrática y libre, así como nuestra mejor herramienta para seguir resistiendo y vencer, cuanto antes, a la barbarie y a la corrupción de los valores que amenazan a nuestra nación.

Es necesario reivindicar el papel de la universidad pública en esta tarea cívico-cultural, por ello fortalecerla ya no es sólo algo urgente e importante, sino del todo imprescindible.

Directora de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México

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