La instalación de la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México y la elaboración de su reglamento, que fue aprobado el viernes por la noche, representó una tarea excepcionalmente compleja que puso a prueba la voluntad de alcanzar consensos sustantivos por encima de las diferencias políticas. El documento final sólo recibió un voto en contra y dos abstenciones, de carácter claramente testimonial. Habida cuenta de que el pleno deberá aprobar el texto constitucional por mayoría de dos tercios, cualesquiera que sean las modificaciones o supresiones que se adopten, el resultado de este primer ejercicio puede considerarse un buen augurio.

El problema al que nos enfrentamos reside primordialmente en el hecho de que el proceso constituyente no es fruto de una ruptura histórica ni de una interrupción del orden jurídico; se produce en el contexto de una transición política, que determinó inclusive la conformación del órgano constituyente, que sigue mereciendo críticas de algunos actores, pero que es menester acatar, ya que ha sido mandatado por el artículo 122 de la Carta Magna. Estamos además inmersos en un alarmante debilitamiento de las instituciones públicas, en una acérrima confrontación entre los partidos y en la víspera de elecciones definitorias para el futuro de país.

Los precedentes de otros constituyentes nacionales son muy lejanos y no se aplican a las circunstancias actuales. Los que ofrecen los casos en que territorios de la federación se convirtieron en Estados tampoco son referentes, puesto que se trató de meros formalismos ausentes de debate político. Tuvimos y tendremos que seguir apelando al espíritu de innovación y al equilibrio de los intereses de los grupos constituyentes que responde a posicionamientos ideológicos, pero también a una prometedora oportunidad de contar con un foro adicional para resaltar sus perfiles y proyectar su imagen frente a la población. Habiendo por delante un periodo de sesiones de sólo cuatro meses, es obvio que el excesivo afán de lucimiento debiera ceder ante la obligación colectiva de aprobar la Constitución.

Me correspondió coordinar los trabajos para la adopción del reglamento, con el apoyo de la Junta Instaladora y en particular con su presidente Augusto Gómez Villanueva. Asumimos como método el del mayor acuerdo posible —lo más cercano al consenso— y logramos que ningún punto fuese sometido a votación. El ejercicio se mantuvo abierto a los diputados constituyentes que quisiesen participar, aunque no fueran miembros de la comisión, de los que recibimos aportes sustantivos. El debate fue intenso y por momentos polarizado. Lo presidió un ánimo igualitario, con independencia del peso político de los grupos representados y las discusiones se condujeron con cordialidad, respeto y hasta buen humor.

Los principios cardinales asumidos por unanimidad fueron la transparencia, la rendición de cuentas y el parlamento abierto; por lo que se diseñaron mecanismos específicos para asegurar la más amplia difusión de los debates y la participación efectiva de la sociedad civil y de sus organizaciones, así como de la academia y los expertos en el curso de los trabajos. Se logró trascender prácticas corrientes habituales del parlamentarismo mexicano, que favorecen los intercambios políticos por debajo de la mesa y se instauraron normas claras para evitar que el cabildeo se traduzca en actos abiertos de corrupción.

Se establecieron ocho comisiones y su necesario equilibrio con el pleno. El número de estas corresponde a conjuntos temáticos bien delimitados y permite a los grupos parlamentarios más pequeños atender los asuntos fundamentales que les preocupan. Se decidió, asimismo, respetar los derechos inalienables de los constituyentes, estableciendo también procedimientos que eviten el bloqueo de los trabajos y hagan posible la armonización jurídica de los textos aprobados.

Tras enfrentados posicionamientos, se adopto el método de discusión artículo por artículo en el pleno, antes de aprobar los dictámenes de las comisiones en lo general, aunque la tradición del país sugiera lo contrario. Se requerirá un sentido de contención y un orden parlamentario fundado en el compromiso común a efecto de que esta modalidad no se traduzca en un empantanamiento insalvable de nuestro quehacer. A pesar de estos inconvenientes quedó acreditada la determinación de proveer a la ciudad de una Constitución democrática: de construir instituciones que restauren la confianza social y devuelvan certidumbre a la nación.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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