Hoy, hace 30 años, la ciudad de México despertó como cualquier día. Comenzó el trajín cotidiano a la hora acostumbrada; sin embargo, a las 7:19, todo cambió. La naturaleza mostró la magnitud de su fuerza cuando libera energía y la pequeñez y fragilidad del ser humano frente a ello.

Los que en aquel momento sentimos el terremoto en el sur, no imaginamos la magnitud de la tragedia unos kilómetros más allá, en nuestra propia ciudad.

Estaba en el recuerdo el sismo del 57 que quedó marcado por la caída del Ángel. Sin embargo, después del fenómeno, no se generó una cultura de la prevención como la que tenemos ahora. En el 57, la ingeniería mexicana superó una gran prueba con el movimiento controlado desde sus cimientos de la Torre Latinoamericana, el edificio más alto de entonces.

En el 85, el edificio más alto era ya la Torre de Pemex, construida tres años antes. La mole resistió el brutal embate de la tierra, no así hospitales, hoteles, conjuntos habitacionales, oficinas públicas y viviendas aisladas.

El Hospital Juárez, que debía recibir heridos, reportaba las primeras víctimas fatales. El derrumbe del edificio Nuevo León en Tlatelolco, orgullo urbano de los sesentas, mostró la vulnerabilidad de las construcciones ante condiciones extremas.

Ante el pasmo institucional del inicio, la nueva ciudadanía se desbordó. Cadenas humanas tomaron las calles y armaron brigadas con diferentes formas de ayuda. El altruismo y la solidaridad fueron el signo distintivo. Entre varillas y losas derrumbadas surgieron los nuevos héroes. Cada cuerpo rescatado con vida hacía explotar la alegría colectiva; cada cuerpo inerte en cambio, la tristeza y desolación frente a la mirada expectante de deudos multiplicados.

El Registro Civil comenzó a levantar centenares de actas que se volvieron miles: 3 mil 890 registros de defunción con nombres y apellidos. Muchos más son parte de la cifra de desaparecidos.

El pánico provocado por la réplica del día siguiente fue mayúsculo. Estaba muy fresco el testimonio propio y de quienes sí vivieron para contar su historia.

En la respuesta gubernamental, el Departamento del Distrito Federal construyó más de 83 mil viviendas entre los años 85 y 89; sin embargo, la Delegación Cuauhtémoc, la que sufrió más daños, aún no recupera la población de entonces. Los censos indican que en 1980 tenía más de 814 mil habitantes; en el 90, 595 mil y en el 2010, 531 mil.

Tramos de la ciudad tardaron más de 20 años en ser rescatados, como el corredor Alameda que hoy muestra otra cara. Hay múltiples construcciones reforzadas que han resistido sismos posteriores de menor intensidad. Pero sigue habiendo estructuras sin demoler que se yerguen en un estado ruinoso.

Se han instrumentado también nuevas políticas de desarrollo urbano. Hoy las grandes Torres en Reforma rebasan la altura de la Torre de Pemex. Se ha apostado a la ciudad vertical en varias zonas de la metrópoli. La incipiente Santa Fe de entonces, es muestra de ello.

Chile sufrió un sismo el miércoles pasado. Esta vez de 8.4 grados, con solamente 13 muertes que lamentar. En contraste, un país como Haití —el más pobre de América— tuvo 316 mil muertes en 2010 y 1.5 millones de personas quedaron sin hogar con un sismo de 7.0 grados. Gran contraste.

La ubicación de la ciudad de México y las características del subsuelo la hacen vulnerable. Lo sabemos. A esto se suma la extracción de agua que sigue generando hundimientos y reacomodos visibles.

El Derecho ha convertido en norma las aportaciones de la ingeniería y la arquitectura para un permanente mejoramiento técnico del Reglamento de Construcciones para el Distrito Federal. La puntual y estricta aplicación del mismo puede marcar, sin duda, la diferencia entre la vida y la muerte.

Directora de Derechos Humanos de la SCJN

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