Hace ya una década que el Presidente de la República no asiste al Congreso de la Unión a rendir su Informe de Gobierno y, después de apreciar lo sucedido antier en San Lázaro, queda claro que hubiera sido imposible llevar a cabo una ceremonia de rendición de cuentas con los ánimos caldeados y muchos temas álgidos en la agenda, a los que se sumó intempestivamente, en la víspera, el de la visita de Donald Trump.

La paradoja es que en la medida en que México se hizo más democrático, se suprimió el encuentro republicano del titular del Ejecutivo con los representantes populares en apego a la norma constitucional que preveía la obligación del Ejecutivo de entregar solamente un informe por escrito. Y, en efecto, así venía desde la redacción original del 17, aunque en el Reglamento interior del Congreso siempre estuvo previsto el protocolo que implicaba la presencia del Ejecutivo el día de la apertura de sesiones de ambas Cámaras. Cuando en lugar de loas, reconocimientos y ovaciones se escucharon reclamos, gritos y abucheos, se decidió proteger la investidura presidencial.

El fin de la fiesta comenzó con “la caída del sistema” en 1988. El entonces senador Porfirio Muñoz Ledo interpeló a Miguel de la Madrid en un hecho inédito. El antecedente era remoto: dos interrupciones en la época de Obregón y Calles.

Ese sexto informe culminó con la salida del recinto de los legisladores de los partidos que integraban el Frente Democrático Nacional. Como se recordará, el entonces diputado Vicente Fox demostró su inconformidad con los resultados electorales, colocándose boletas en las orejas y en la camisa.

En 1994, ya cerca del final del sexenio de Salinas de Gortari, se reformó el Artículo 8º de la Ley Orgánica del Congreso para que, el mismo día del informe presidencial, antes de la lectura y en ausencia del titular del Ejecutivo, cada partido presentara su posicionamiento. Esto sirvió de catalizador, pero no impidió que las protestas de la oposición continuaran durante la lectura de los informes subsecuentes.

Félix Salgado Macedonio llegó hasta la tribuna para entregarle a Ernesto Zedillo, en su primer informe, una carta de parte de las viudas de Coyuca de Benítez. En el segundo, Marco Rascón se colocó la recordada máscara de cochino.

Cuando el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, la primera respuesta en 1997 correspondió a Porfirio Muñoz Ledo del PRD. Ahí sentenció: “En México nunca más un Poder se someterá a otro Poder”. Fue Carlos Medina Plascencia, en 1999, quien calificó a la ceremonia del informe de un ritual sin contenido.

Fox vivió los peores momentos. El cuarto informe lo rindió entre pancartas de “No al desafuero” y policías en la periferia que intentaban evitar que las protestas impidieran la ceremonia. El brevísimo quinto informe se dio ante los cuestionamientos de ¿dónde está el informe? En 2006, ya no pasó del vestíbulo entre pancartas de traidor a la democracia y el coro de “Voto por voto, casilla por casilla”.

Sin obligación jurídica de realizar la ancestral ceremonia y con imposibilidad política de encarar al Congreso, con Calderón inició el informe espejo, buscando recuperar el día del Presidente ante invitados selectos en Palacio Nacional con asistentes que garantizaran escuchar, aplaudir y no interrumpir. Este formato fue seguido por Peña Nieto los primeros tres años.

Hace dos días, Osorio Chong entregó el informe por escrito en cumplimiento de la norma que también prevé, por reformas de 2014, que después de que las Cámaras lo analicen, podrán solicitar, por escrito también, que se amplíe la información.

La relación entre el Ejecutivo y el Legislativo terminó siendo constitucionalmente epistolar. Se enterró al viejo ritual, pero, ¿qué exigen las democracias modernas?

Directora de Derechos Humanos de la SCJN

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