He visto el escepticismo con el que está siendo recibido el nuevo Reglamento de Tránsito para el Distrito Federal y no falta razón. Las normas no cambian por sí solas la realidad.

La ciudad de México es un gran laboratorio de movilidad porque al día, millones de personas tienen que llegar a sus trabajos y escuelas con un elemento adicional: la prisa. La tranquilidad del hogar se termina cuando a pie, en coche, en bicicleta, en taxi, en micro, Metro o Metrobús, millones de personas intentan moverse simultáneamente de un lugar a otro. Ahí empieza el estrés, el claxon, el cerrón, el volantazo, el empujón, es decir, los instintos desbordados de sobrevivencia en la metrópoli.

Agentes de tránsito, señalización, semáforos, cebras, y reductores de velocidad intentan poner orden en el caos.

En otros países, bastaría un aviso de reducción de velocidad para que los conductores respeten. Aquí se debe recurrir al infame tope.

La forma como funciona el tránsito en una ciudad ya es indicio de cómo opera el sistema jurídico en su conjunto. Así, se puede ver si el peatón torea vehículos, si el ciclista usa las aceras o si el micro circula desaforado.

Es sabido que quien usualmente viola normas de este lado, se vuelve ciudadano ejemplar cuando cruza la frontera norte. ¿Por qué lo hace? Porque la norma allá se vuelve no negociable y hay una consecuencia ineludible por violarla. Así de simple.

En la ciudad, hay ejemplos de normas que se acatan: el uso del cinturón de seguridad, el respeto al carril del metrobús y algunas vueltas a la izquierda.

¿Cómo se logró lo del cinturón? ¿Porque los agentes de tránsito anteriormente estuvieron orientando o multando? ¿Porque las empresas de automóviles difundieron las consecuencias positivas de usarlo y el riesgo de no hacerlo? ¿Porque gente cercana tuvo accidentes con consecuencias fatales? Pueden ser factores juntos o aislados los que al final influyeron en el cambio de comportamiento.

En otra modificación conductual, como el respeto al medio ambiente, se ha apostado a la educación de los niños. Por ello, hay lugares donde pueden circular en sus triciclos conociendo las reglas. Pero, ¿qué tanto ese tiempo de entrenamiento prevalece, si todos los días se enfrentan a conductas contrarias? El niño aprende que la luz ámbar es preventiva, pero en la vida diaria observa que lo común es que nadie se detenga y que más bien significa acelera que viene el alto.

Si el menor ve que las personas se estacionan en lugar prohibido, en doble fila, si dan vuelta prohibida, o si presencia la “amigable composición” con el agente, el asunto es mucho más grave porque crece en los dobles significados y aprendiendo los atajos normativos de la impunidad.

En los últimos años, la principal causa de los accidentes ya no es el alcohol, la impericia o manejar cansado, sino el uso del celular. Parecería que ninguna llamada ni mensaje puede esperar y aunque existe el manos libres y tecnologías de ayuda, la concentración y los cinco sentidos no están puestos en la atención y precaución que implica conducir un vehículo protegiendo la propia vida y la de los demás. La apuesta sigue siendo las altas sanciones y no la conciencia del riesgo.

Somos mundialmente conocidos —y lo seremos aún más cuando se estrene la próxima película de James Bond— por nuestra aproximación con la muerte, porque no nos la tomamos en serio. El cine y la televisión presentan cortometrajes impactantes con imágenes dramáticas de lo que pueda pasar con un segundo de distracción por el uso del celular y cómo puede provocarse la muerte o cambiar la vida por una discapacidad grave. ¿Qué falta para persuadir? ¿Seguirá prevaleciendo en el inconsciente el síndrome de José Alfredo de que la vida no vale nada?

Directora de Derechos Humanos de la SCJN

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