Recuerdo cómo, hace cincuenta años, un estudiante del Colegio de México, ciudadano israelí, nos presentó un documental del ejército de su país sobre la muy reciente guerra de los seis días, del 5 al 10 de junio de 1967. Al final, todo el mundo aplaudió. Cincuenta años han pasado y los aplausos no se dejarían escuchar de la misma manera, creo que pocos se atreverían a aplaudir. En Israel, claro que sí, están ahora mismo aplaudiendo, en la celebración del cincuentenario de aquella victoria que fue vivida como la segunda fundación del Estado hebreo, nacido en 1948.

Hubo una primera guerra israelo-árabe en 1948-1949: 800 mil palestinos huyeron a Gaza, Cisjordania, Jordania; luego, en 1956, estalló otra guerra entre Egipto y un Israel aliado de París y Londres. La victoria israelí fue cancelada cuando Washington y Moscú obligaron a franceses e ingleses a retirarse: Israel debió devolver a Egipto la península del Sinaí y la ONU mandó una fuerza de cascos azules para evitar enfrentamientos entre los dos países. Los refugiados palestinos seguían en campos de refugiados financiados por la ONU.

La guerra de los Seis Días, como muchos acontecimientos históricos, fue una sorpresa. De hecho, empezó indirectamente en Siria. Los Estados árabes, aparentemente unidos contra Israel, estaban muy divididos y Siria le hacía la competencia al coronel Nasser que, desde El Cairo, intentaba unificar al mundo árabe. Desde Siria, Yaser Arafat, el líder palestino, lanzaba sus guerrillas sobre el norte de Israel. Tel Aviv amenazó con mandar su ejército hasta Damasco, si el gobierno sirio no controlaba a los palestinos. Para reafirmar su liderazgo, Nasser advirtió que Israel debía dejar en paz a Siria y para demostrar que hablaba en serio, mandó tropas al Sinaí, provincia suya, pero desmilitarizada desde 1956, y pidió a la ONU retirar los cascos azules. Si la ONU se hubiese negado, no ocurre la guerra de los Seis Días. La ONU contestó que si Nasser reiteraba su demanda, retiraría sus soldados.

El coronel se había metido él solo en una trampa, no podía echarse para atrás sin perder la cara: presentó de nuevo su exigencia, los cascos azules se fueron, Israel movilizó en seguida. Nasser multiplicó los discursos incendiarios (“Lanzaremos Israel al mar”), decretó el cierre del Mar Rojo, pero al mismo tiempo pidió discretamente a Estados Unidos frenar a Israel, garantizando que no iba a hacer nada. Nuevo error: él, como todos los dirigentes árabes, creía que Israel era un títere de Washington. Mientras tanto, generales israelíes muy respetados hicieron saber a su gobierno que renunciarían si no daba inmediatamente la orden de atacar. Se dio la orden y en cuestión de minutos la aviación de Egipto fue destruida en el suelo; en seis días, Israel (David) aniquiló tres ejércitos árabes (Goliat) y toda la nación se sumió en un delirio de alegría.

Empezaba la gran tragedia que aún no termina. Israel se quedó con los Territorios Ocupados, menos Gaza que devolvió recientemente por ser demasiado exiguo y demasiado poblado. No se ofreció los territorios (un Estado palestino, previsto por la ONU en 1947) a cambio de la paz, no se les ofreció nada a los palestinos cuya situación no dejó de empeorar. Cincuenta años han pasado, la ocupación se mantiene, agravada por la colonización; Israel ha cambiado por completo, las derechas han tomado el poder, todo el poder y el país, poco a poco, se acerca a lo que fue la situación de África del Sur en los años de plomo del apartheid. Hace años, escribí que los Territorios Ocupados son para Israel, lo que fue para Hércules la mortífera Túnica de Nessos. Uri Avnery dice que, si fuese religioso, pensaría que hace siglos Dios castigó a su pueblo elegido y pecador con el exilio, hace 130 años unos judíos decidieron volver a esa tierra, sin el permiso de Dios, y Dios los castigó con la victoria de 1967 que los llevará al desastre.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@cide.edu

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