No he podido olvidar la foto del pequeño Aylan Kurdi, ahogado el verano pasado en una playa de Turquía; ustedes tampoco, apuesto. Tampoco la imagen del niño Omran, de cinco años, vivo, pero en estado de choque, cubierto de sangre y polvo, después de su rescate en un bombardeo en Alepo, en agosto. Recuerdo como si fuese ayer un niño, un bebé, desnudo, llorando entre los escombros de algún pueblo de Corea; tenía yo siete años y mis padres me habían llevado al cine para ver Bambi, pero el noticiero presentaba una secuencia de la guerra de Corea. Recuerdo la foto que dio la vuelta al mundo de una pequeña vietnamita, corriendo desnuda en la carretera: el napalm había quemado su ropa. Felizmente sobrevivió. Mientras escribo, veo la foto de un niño de dos años que contempla a un miembro de las brigadas Al Qassam, rama militar de Hamás, en un desfile antiisraelí… Podría ser mi nieto. Cada una de esas imágenes es algo bastante parecido a un icono que invita a la oración, cada una te saca lágrimas, despierta compasión, vergüenza, coraje, como las numerosas representaciones de la Virgen de Dolores, como las de Cristo, el Hombre de dolor, el crucificado.

Las imágenes de violencia extrema que fabrican y circulan los grupos terroristas afiliados al Califato no tienen nada que ver con aquéllas. Bien calculadas, programadas, editadas manifiestan de manera muy realista que se mata a un hombre, a unos, a muchos hombres, que esto no es ninguna ficción y que eso te puede pasar si no estás con nosotros. Aquel periodista decapitado, el piloto jordano Moaz Al Kasazbeh quemado vivo en su jaula, aquellos veinte o veintiuno cristianos egipcios, en overol naranjo, ejecutados en una playa de Libia, por los asesinos vestidos de negro: Pornografía del Terror, del Horror. Sus autores nos dicen: “¡Cuidado! Matamos, nos gusta matar y lo enseñamos. Pónganse a temblar todos ustedes que no creen como se debe creer. Vengan con nosotros, los verdaderos creyentes”.

Gobiernos, periódicos, televisoras ya no saben qué hacer con esas imágenes. ¿Enseñarlas o no enseñarlas? Entiendo su perplejidad, pero ellas corren por todos los canales de la red, internet, Youtube, Facebook. Hay que enfrentarlas porque el miedo horrorizado, el pánico asqueado que provocan entre la mayoría no es peligroso como la seducción que pueden ejercer sobre algunos jóvenes, especialmente entre los conversos al Islam. Los terroristas manejan bien las técnicas cinematográficas, como lo demuestra su película El Choque de las espadas IV, difundida en mayo de 2014, a vísperas de la ofensiva victoriosa que llevó a la toma de Mosul y proclamación del Califato con Abu Bakr El Bagdadi a su cabeza. La película es ficción, mientras que los asesinatos, las destrucciones, las explosiones frente a las cámaras son muy reales, demasiado reales. Una película hollywoodiana de horror puede espantarme, sé que es una ficción y que afuera de la sala oscura me espera la luz y la paz. Cuando asisto a un degüello en directo, a una profesión de fe antes de realizar el atentado, suicida o no, cuando veo (y oigo) a un francófono que jala, sonriendo, cadáveres de los asesinados y expresa su alegría, cuando veo al templo de Palmira lanzado al cielo por una poderosa explosión… ni encuentro las palabras para decir lo que resiento.

Hay hombres que mueren de verdad y otros que matan de verdad, alegremente. Los que mueren no son hombres porque el verdugo les niega esa calidad. Los asesinos son superhombres porque son capaces de hacer eso. Radicales, tales imágenes despiertan vocaciones. No por eso hay que dejar de mostrar y verlas. La censura no es la mejor manera de derrotar a la propaganda. Tenemos que ejercer nuestra razón frente a los que quieren atemorizarnos y eso vale no solamente para las imágenes que nos provienen de un lejano Oriente Medio, sino también para las fotografías y las tomas en movimiento de las atrocidades que cometen en nuestro país otros tipos de criminales.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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