Ha llegado el tiempo de los asesinos. No hablaré de los asesinos del Califato (ISIS) y de sus numerosas metástasis, por más que hayan asesinado 600 personas en los últimos diez días, en Arabia, Bengala, Irak, Líbano, Turquía, Yemen, para celebrar a su manera el final del Ramadán, y este jueves 14 de julio en Niza, Francia. Hablaré de asesinatos menos masivos, pero no menos terroríficos. Hace unos meses una politóloga publicó en la revista francesa Esprit un texto intitulado ¿Matar a todo el mundo o morir de rabia?. En su conclusión dijo, de manera premonitoria, que “cuando un muchacho palestino de 13 años ataca con cuchillo a otro niño israelí de la misma edad, la catástrofe es física, política, moral y manifiesta un fracaso absoluto de nuestra cultura.”

El jueves 30 de junio, en la noche, un joven palestino logró introducirse en la colonia israelí de Kyriat Arba, cerca de la ciudad palestina de Hebrón y mató con numerosas cuchilladas a una niña de 13 años que dormía tranquilamente. Benjamín Netanyahu denunció el horrible asesinato y pidió al “mundo entero condenar ese crimen de la misma manera que condenó los ataques terroristas de Orlando y Bruselas”. El asesino fue abatido minutos después, la casa de su familia destruida y los permisos de trabajo de sus familiares fueron cancelados. Cinco días antes, el joven había escrito en Facebook que quería morir como mártir: “la muerte es un derecho y la exijo”. En el mes de marzo, uno de sus primos con 18 años de edad, había muerto bajo las balas de los soldados israelíes que intentaba matar con su coche… “Mi primo Yusef no es el primer mártir, tampoco el último. Si Dios quiere seguiré sus pasos”.

Desde octubre 35 israelíes y 200 palestinos han muerto en esa ola de violencia; la mayoría de los palestinos, a consecuencia de su agresión contra un israelí. ¿Cuándo terminará el ciclo infernal de venganzas? No hace mucho tres israelíes secuestraron a un niño palestino de 12 años y lo quemaron vivo, otros lanzaron una bomba incendiaria en la recámara de una familia palestina cuando dormía: un bebé muerto con sus padres, un niño horriblemente quemado.

Dos palestinos entran ilegalmente a Israel, burlando los controles, y toman un café en un restaurante de la hermosa y liberal ciudad de Tel Aviv, antes de ametrallar a los comensales. Son “héroes nacionales” para los palestinos, de la misma manera que el soldado A, que remató a un terrorista palestino, herido y desarmado, es un héroe nacional para el primer ministro Netanyahu y su secretario de la Defensa, Avigdor Liberman. A diferencia del Ejército que lo condenó. Es el mundo al revés, los militares defienden los derechos del hombre mientras que los civiles odian tanto al otro que le quitan la dignidad humana: pueden matarlos porque no son humanos, son animales, cosas.

¡Pobre de Theodor Herzl! Padre fundador del sionismo con su libro teórico El Estado judío, escribió también una hermosa novela de política-ficción intitulada Altneuland, algo como Vieja tierra nueva que imagina un Estado y una sociedad tolerantes y laicos; en esa utopía existe un partido religioso radical e intolerante, pero en minoría, de modo que los árabes musulmanes y cristianos son ciudadanos felices en aquel Viejo Israel Nuevo. Nada que ver con la situación presente donde sopla rabiosamente el “viento amarillo”. El valiente David Grossman dio ese título a su novela porque amarillo es el color del odio y es el odio que prevalece.

Los gobiernos palestino e israelí lo inculcan a sus nacionales, educan a sus juventudes en la mentira de un catecismo ideológico nacionalista que dice que todo se vale y que ¡ojalá y Dios borrara a todos los palestinos, a todos los israelíes! El elemento más reciente en ese catecismo es Dios. Al principio el sionismo era socialista y ateo, el movimiento de liberación palestino era marxista… Los dioses enloquecen a los que quieren perder.

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