Parece que nada ha cambiado en Roma desde que Martín, monje agustino alemán, la visitó en 1511. Acaban de salir varios libros que documentan la gangrena que afecta una Curia especialista en escándalos financieros y de todo tipo. El papa Francisco lo había dicho ya en su mensaje navideño del año pasado. Apoyándose en el Informe secreto de 300 páginas que le había confiado su predecesor el emérito Benedicto XVI, levantó un catálogo de las quince enfermedades “curiales” que infectan el gobierno superior de la Iglesia católica: “Alzheimer espiritual, esquizofrenia existencial, petrificación mental y espiritual, terrorismo del chisme asesino, arrogancia, hipocresía de una vida secreta muchas veces disoluta, mediocridad…”

Su mensaje le valió enseguida ataques agresivos contra “un Papa impredecible, tan impredecible que está perdiendo la confianza de cardenales que fueron sus electores”. Claro, Francisco enfrenta poderosos intereses materiales, políticos, institucionales al intentar realizar lo que Benedicto XVI no pudo hacer. Cambió todos los responsables de las finanzas vaticanas y trata de reformar radicalmente a la Curia, es decir al gobierno de la Iglesia. Dicha reforma debería realizarse en 2016 pero ¿quién sabe? En la segunda mitad del tercer año de su pontificado, Francisco es, en Roma, “un marciano contra el que conspiran sus propios cortesanos”, en palabras de Rubén Amón (El País, 8 de noviembre). Su predecesor era “un pastor rodeado de lobos”, y si Juan Pablo II viajaba tanto es que nunca se sintió a gusto en ese “Vaticano sin Dios”.

Nada nuevo bajo el cielo. Por eso el nuevo arzobispo de Buenos Aires, Victor Manuel Fernández, retomando una idea del presidente de Ecuador (en el siglo XIX) Gabriel García Moreno, piensa que el Papa debería instalarse en otro lugar. García Moreno propuso Quito, Fernández, pensando que el ambiente romano no tiene remedio, mencionó a Bogotá. No cambiaría nada porque el hombre no alcanza más que un pequeño porcentaje de lo que sueña hacer. Francisco de Asís, casado con la pobreza, lamentaba al final de su vida: “Hace falta empezar de nuevo, ahora mismo, hacer algo por el Señor, pues hasta el momento apenas hemos hecho progresos desde el día de nuestra conversión”. La historia de la Iglesia y de sus grandes órdenes está marcada por reformas tras reformas, financieras, morales, disciplinarias, y una o dos generaciones después, hay que empezar de nuevo. Apenas estaba naciendo la Iglesia, poco después de la muerte de Jesús, cuando entre esos primeros cristianos ocurrió el fraude de Ananías y de Safira, narrado al principio del capítulo 5 de los Hechos de los Apóstoles. A lo largo de los siglos los buenos cristianos y los enemigos de las iglesias, los de la religión —que no son siempre los mismos— han denunciado de los abusos, excesos, perversiones de la Iglesia. Tales quejas rituales constituyen una literatura inmensa y repetitiva. De la misma manera el aggiornamento (Juan XXIII) es siempre necesario, “Ecclesia Semper reformanda”, “La Iglesia debe reformarse siempre”. Ambivalencia de la Iglesia, ambivalencia de la Historia.

No faltan los que acusan al papa Francisco de ser un elefante que irrumpió en la cristalería, un peligroso heterodoxo que pretende acabar con la ortodoxia. Les falta visión histórica y leer al gran Chesterton para entender precisamente que la ortodoxia no se confunde con la petrificación y la Iglesia con un fósil. Hablando de su admirado Erasmo de Rotterdam, el historiador Lucien Febvre pudo decir que la ortodoxia es un mito, porque una doctrina contradicha desaparece con la contradicción o se transforma para escapar de ella. De donde se deduce que toda ortodoxia es hija del momento, no puede ser una regla absoluta, es una dirección.

Investigador del CIDE
jean.meyer@ cide.edu

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