Treinta y cinco años después de la invasión de Afganistán por el ejército soviético, catorce años después de la destrucción de las Torres Gemelas por Al Qaeda, hace un año, los yihadistas de Irak y Siria (Estados que han dejado de existir) han creado un califato, entidad abolida en 1924 después de la desaparición del Imperio Otomano; ninguna guerra, revolución, negociación había logrado lo que consiguió el poder simbólico y mediático del terrorismo sagrado. Bien lo dice el historiador del mundo árabe Pierre Vermeren: “No solamente el terrorismo cambia el curso de la historia, sino su violencia absoluta fascina a los hombres influenciables. La irradiación mediática es esencial. Nunca hubo tantas conversiones en Europa al Islam, desde que se presentó bajo la cara horrenda de la masacre masiva o del refinamiento criminal mediatizado”. Sí, esa foto de niños matando, bajo las hermosas columnatas de la antigua Palmira, a soldados sirios presos, es algo fuerte.

Hay que hablar de Califato, y no de ISIS o DAESH, porque la palabra Califato tiene la fuerza simbólica que explica la atracción de un proyecto que mezcla utopía y realismo, modernidad y regreso a los primeros años del Islam. El Califato es una alianza entre los ideólogos del califato, los sunnitas humillados por los shiitas y los generales del ejército y de los servicios secretos de Sadam Husein; de cierta manera es la revancha póstuma de Sadam Husein, si bien la meta final de los actores de lo que es una guerra de religión es la conquista de La Meca y de Jerusalén. Después de cometer el error de atacar a Sadam Husein, los estadounidenses disolvieron el ejército iraquí en 2004, de modo que ese ejército profesional de formación soviético-americana (no hay que olvidar que EU apoyó a fondo a Irak en su larga y mortífera guerra contra Irán) ha sufrido una mutación radical: laico, baluarte contra el Islamismo político en el Golfo, se ha transformado en la principal fuerza militar del nuevo yihadismo internacional.

Digo “internacional” porque hace un mes demostró que su campo de acción es muy amplio, más allá del Medio Oriente, al abrir combates y perpetrar atentados masivos en Nigeria, Chad, Malí, Somalia, Yemen, Libia, Egipto, sin contar los espectaculares atentados individuales en Egipto, Francia, Kuwait, Túnez. Hace unos días la emprendió contra Turquía, cuyo presidente ha de lamentar semejante “ingratitud”, si uno recuerda toda la ayuda que prestó al Califato hasta el pasado mes de junio.

Loretta Napoleoni, autora de un excelente libro sobre el tema, resume su argumentación en el artículo Por qué funciona el Califato en El País del 29 de junio, a la hora del primer aniversario de su creación: “Tanto en Irak como en Siria, el arma de captación más refinada del Estado Islámico es el aliciente nacionalista en contra de los regímenes dictatoriales shiíes y sus aliados occidentales. Por desgracia Occidente no ha entendido que el fundamentalismo religioso ha sufrido una mutación genética. Quienes se dejan seducir por él se introducen de golpe en una experiencia única: la creación de la primera nación-Estado suní, la materialización de la utopía política musulmana”. Lo que algunos ya llaman “Sunistán”.

El historiador no puede dejar de pensar que lo que ocurre delante de sus ojos es un combate comparable al que vivió y sufrió la cristiandad europea en el siglo XVII, a la hora de la Guerra de Treinta Años (1618-1648) que causó la muerte de más de la mitad de la población en Europa Central, antes de engendrar la “modernidad”, a saber la tolerancia en materia de religión, luego la separación de la Iglesia y del Estado, de religión y política. A regañadientes, por default si quieren, pero se hizo. Hasta la fecha el Islam no ha logrado semejante revolución. ¿Será el resultado de la larga guerra que ha empezado con el Califato? No lo sé, pero hay Califato para rato.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@cide.edu

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