El Nobel de Literatura 2016 para Bob Dylan provoca, por lo menos, sentimientos encontrados. Hay quienes celebran que la Academia Sueca se animara a romper su ortodoxia de reconocer solamente a escritores en sentido estricto, para darle relieve a una “categoría literaria menor” como es la creación musical con contenido poético. Pero, hay quienes reprueban el hecho y lo consideran un desacierto y hasta un agravio, porque ello resta valor al Nobel, además de que, en esta ocasión, se dejó fuera a poetas y prosistas de gran talla y calidad que han estado literalmente “haciendo cola” para obtener tan preciado galardón.

Para respaldar el premio, se ha insistido en que en la Edad Media, la poesía fue cantada, es más, la sonoridad y el ritmo de la poesía hacen que para apreciarse plenamente deba ser leída en voz alta y eventualmente musicalizada, pero la obra de Bob Dylan no responde cabalmente a dichos cánones. No es lo mismo ponerle música a la poesía que hacer música con expresiones poéticas y popularizarla.

Lo que no puede generar controversia alguna es que la música de Dylan sea un producto netamente norteamericano y hasta si se quiere, creación del imperio. Su obra es expresión de valores libertarios y críticos que han florecido en Estados Unidos, en buena medida porque es un país en el que han existido espacios para la diversidad creativa, para romper con estereotipos y para ensayar e innovar en los más variados campos de la cultura. La obra de Bob Dylan recupera las tradiciones del folklore norteamericano y fusiona poesía con música, encontrando sus raíces en los orígenes mismos de aquel país que se fundó por personas en búsqueda de un refugio para ejercer sus creencias y rituales. Eran migrantes con muy diferentes creencias que iban tras un territorio libre de la persecución y la intolerancia de la religión dominante en Inglaterra. Las colonias iniciales fueron tierra de promesa para el encuentro armonioso entre creencias y formas variadas de pensamiento.

El premio a Bob Dylan rescata y revalora esa tradición estadounidense por la pluralidad y las expresiones libres y choca con lo que representa la candidatura de Donald Trump que enarbola la cara contraria del pueblo norteamericano; aquella que es propia de sectores que reivindican la supremacía blanca y que se sienten amenazados por el otro, por el diferente. Son sectores que han encontrado a un abanderado audaz y provocador de su causa y, sobre todo, de sus miedos.

La ignorancia y el primitivismo del candidato republicano, pero sobre todo sus discursos xenófobos, racistas y excluyentes son una amenaza no sólo para aquella tendencia plural, abierta y libre de los fundadores de aquel país, sino para todo el mundo que apuesta a la convivencia pacífica entre diferentes.

Aunque todo parece indicar que va en picada la popularidad de Trump, lo más preocupante no es la persona misma del aspirante a la Casa Blanca, sino el respaldo activo y decidido que le han otorgado amplios sectores de la sociedad norteamericana que se han sentido envalentonados y han salido de su posición relativamente soterrada para dar rienda suelta a sus repudios y a sus odios. Donald Trump ha dado vida y fortaleza a esa parte de la población estadounidense que está dispuesta a renunciar a aquellos valores originarios, a cambio de una promesa de expulsión de la élite política tradicional a quien culpan de haber abierto las puertas a migrantes de distintas razas y religiones.

Claro que no tiene el mismo impacto sobre el futuro de Estados Unidos el Nobel a un artista controvertido que un eventual triunfo de alguien que repudia orgullosamente la diversidad racial y religiosa. Pero, vale la pena rescatar el significado político del Nobel de Literatura a Bob Dylan en un contexto de creciente racismo e intolerancia en el que sigue siendo el país más poderoso del mundo.

Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com

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