La ciudad de México-Tenochtitlán fue construida sobre una isla. Conforme pasaron los años la pobre planeación urbana fue rellenando el lago de chapopote tendiendo así un puente vasto entre la capital y el país. Pero las ciudades no carecen de memoria y el D.F. nunca abandonó del todo su naturaleza insular. Su obstinación borda casi en la rebeldía. Hace dos décadas cuando en el país se podía andar por las calles y hacer excursiones en el campo, la ciudad de México ardía en violencia. Pero cuando la violencia estalló en el país, la ciudad decidió tranquilizarse y se erigió como un resquicio de paz. Aislados del escenario de la turbulencia los capitalinos observaron la descomposición social de México desde una torre de marfil. Temerosos de que la lucha se desbordara a su isla, los capitalinos construyeron barreras psicológicas que los protegieran de la cruenta realidad.

Las sociedades, como los individuos, buscan mecanismos de defensa ante el miedo. Algoritmos mentales, que por más ilogicos que sean, les permitan enfrentar con más tranquilidad la tragedia. Una de las consecuencias más perversas del sexenio de Calderón fue la construcción de una narrativa que intentó justificar los altos niveles de violencia como si fueran un mal necesario. La malograda guerra contra el narco tuvo una víctima más en nuestro sentido de indignación. Algo en el inconsciente colectivo -sea como defensa propia, negación de la realidad o por inducción explícita externa- se activó en forma de una justificación para apaciguar nuestro miedo.

El resultado fue que con el impulso del gobierno y parte de la prensa, se construyó un falso estigma del asesinado: la culpabilidad del caído. ‘Si fue asesinado es porque algo habrá hecho mal.’ Como los muertos no hablan y la justicia en México no sólo es ciega sino sorda y muda, la narrativa encontró complacencia en una sociedad desesperada por dotar de sentido a la crisis de violencia. Separar a los buenos de los malos nos permitió construir una barrera artificial que nos ponía relativamente a salvo. De esta mal lograda teoría se erigió un relato inverosímil pero tranquilizador: los enemigos del bien se matan sólo entre ellos. Un placebo perfecto para una sociedad desesperada por un cachito de esperanza.

Pero hay golpes que despiertan. El mismo instinto que busca protegernos del sufrimiento creando justificaciones para explicar una cruenta realidad, busca aún con más ímpetu, protegernos del peligro. Cuando la violencia se acerca demasiado deja de ser útil intentar justificarla. Hace casi un año, 43 estudiantes fueron asesinados en Ayotzinapa. Hace una semana 5 jóvenes fueron torturados y asesinados en el Distrito Federal. En el periodo entre esos dos hechos, 3 periodistas perdieron la vida en Veracruz para sumar un total de 15 en la administración de Javier Duarte. No hay manera de justificar estas muertes y no hay manera de impedir otras si no se afronta la innegable realidad. En México nadie está a salvo.

La ciudad de México se contamina cada vez más de esta frustrante realidad. La ilusión de aquella isla pácifica y progresista se va disipando. La bonanza del DF en los últimos años provenía de que la isla andaba en contrasentido al resto del país. Ante la corrupción generalizada y la violencia desmedida la única manera de progresar es la rebeldía. La ciudad avanzó en rebelión, a contraflujo. Ahora la isla insiste en tender puentes hacia la dinámica nacional. En el centro de ello está un jefe de gobierno que es más cercano al gobierno federal que a sus propios ciudadanos. Una traición al espíritu de la ciudad. Si la inercia del país lo empujara hacia un mejor futuro, unirse al flujo sería una buena noticia. Como este no es el caso, la ciudad peligra.

Miles de ciudadanos del país y el mundo han venido al DF en busca de las oportunidades y la protección que sus estados no han podido garantizarles. Al menos cuatro de los asesinados en la Narvarte cumplen con este perfil. Su presencia en la capital enriquece el sentido de excepcionalidad de nuestra capital. Ante la desoladora realidad, la idea de una isla de excepción se vuelve deseable. Por eso es tan crucial que el caso se resuelva de manera absoluta y transparente. Que se expliquen los motivos y que se enjuicie a los autores materiales e intelectuales. No es el sistema policial capitalino que está en juego, es la viabilidad del DF completa. Sólo resolviendo el caso a plenitud y proveyendo garantías para los ciudadanos puede el DF demostrar que está lejos de Veracruz, no sólo en distancia sino en libertad y garantías para sus ciudadanos.

@emiliolezama

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