Durante los últimos 10 años el número de homicidios dolosos en el país ha sido usado como valor de referencia sobre la situación de seguridad en el país. Al menos desde 2007 se le da seguimiento puntual con la esperanza de ver reflejada en esa cifra la pacificación de México. Desafortunadamente este 2015 muestra que la tendencia decreciente de los últimos tres años llegó a un escalón más largo.

De acuerdo con cifras oficiales, hasta noviembre pasado se cometieron 15 mil 544 homicidios dolosos o culposos en el país, mil 163 más que en el mismo periodo del 2014, cuando se documentaron 14 mil 381. El aumento fue de 8%.

Es verdad que la disminución en 2013 y 2014 fue mucho mayor que el ligero aumento en 2015; sin embargo, la tasa de homicidio sigue siendo el doble de la registrada en 2007.

¿Significa lo anterior que en general hay más violencia en el país? No necesariamente. Secuestros y extorsiones han disminuido en este último año según las cifras oficiales.

Aun así, cabe recordar: a partir del número de homicidios es que el ex presidente Felipe Calderón sostenía que México estaba mejor que otros países de Latinoamérica con peores tasas de asesinatos; y tenía razón en tanto que a los presidentes de Brasil o Venezuela, por citar sólo dos ejemplos cercanos, no se les recriminaba la “responsabilidad” por los cientos de miles de muertos en sus países.

El problema mexicano radica en la espectacularidad de las acciones del crimen organizado y que éstas se dirigen ya no sólo hacia las fuerzas de seguridad o contra otros delincuentes —como aseguraba el discurso oficial en la década pasada— sino contra toda la población.

Por mucho que el balance general ofrezca resultados esperanzadores, todavía hace falta ganar la confianza de la ciudadanía. Mejoras paulatinas no harán que cambie de la noche a la mañana la experiencia acumulada durante varios lustros.

Para agravar la situación de incertidumbre social, en este año se han sumado hechos emblemáticos de fallas del Estado. Quizá ha habido avances en materia penitenciaria pero la sola fuga de Joaquín El Chapo Guzmán reflejó a un sistema disfuncional.

Iguala fue síntoma de la infiltración en las policías, aunque la evaluación de éstas haya avanzado. Tlatlaya prueba que las Fuerzas Armadas están expuestas a un desgaste para el cual no fueron diseñadas. Falta una sentencia judicial que termine por asignar responsabilidades en esos casos, pero el juicio de la opinión pública no tarda tanto en emitir sus propias sentencias.

Necesitamos victorias más visibles del Estado para cambiar la percepción de que estamos perdiendo.

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